Los venezolanos tenemos el derecho de decidir nuestro propio destino, un derecho establecido en el derecho internacional, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas (artículos 1-2 y 55) que se confirma y desarrolla en la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales (Resolución 1514-XV), adoptada por la Asamblea General el 14 de diciembre de 1960. La interpretación amplia de este principio va mucho más allá de los ya superados procesos de descolonización, por supuesto. Se trata de la decisión de los pueblos de definir su futuro, de escoger su sistema político, económico y social sin interferencia externa, sin imposiciones de ninguna naturaleza. El ejercicio de este derecho colectivo reposa, desde luego, en el concepto de democracia y en sus elementos constitutivos, entre ellos, el fundamental, elecciones libres, justas, transparentes, honestas, mediante las cuales los pueblos expresan su voluntad.

El derecho a la autodeterminación o el derecho de los pueblos de decidir su propio destino ha sido siempre defendido por las dictaduras del mundo en todos los foros internacionales. Desde luego, a su manera y solo para cubrir sus tropelías, sus arbitrariedades, sus crímenes y evitar así el escrutinio externo; ese que hoy ejerce con todo derecho la comunidad internacional para enfrentar y solventar las crisis que se derivan del ejercicio arbitrario y criminal del poder. Sin embargo, contradictoriamente, esos mismos regímenes, especialmente en la región el forajido de Venezuela, el de Cuba, desde luego, una tiranía que ignora todos los derechos del pueblo cubano; el de Nicaragua, de Ortega y Murillo, que enfrenta de manera muy seria hoy una protesta justificada, reprimida con las mismas técnicas y la barbarie que utiliza la dictadura chavista, lo violan descaradamente a pesar de que es evidente que la inmensa mayoría de sus pueblos los rechazan y piden democracia y libertad.

La farsa electoral del 20 de mayo, absolutamente fraudulenta, por su origen, su organización y el manejo que hizo el régimen de ella, marca una pauta importante en el desarrollo político del país, más, por supuesto, en cuanto a la consideración de nuestra catástrofe por la comunidad internacional. En Venezuela no hay un gobierno legítimo, no hay más una autoridad reconocida por la comunidad internacional. Hay, en pocas palabras, un vacío de poder que abre un peligroso espacio a la anarquía, lo que, desde luego, preocupa enormemente a la comunidad internacional por las implicaciones que una situación de tal envergadura trae consigo.

La crisis venezolana no es más exclusiva y simplemente nuestra. Es de todos, y es por ello que los gobiernos de la región, incluso algunos próximos a la llamada revolución socialista del siglo XXI, han adoptado una posición más rígida ante las arbitrariedades que no solo se traducen en crímenes internacionales, en violación masiva de los derechos humanos, en la destrucción del país y de sus instituciones, sino que, junto con actividades delictivas trasnacionales muy peligrosas, presentan un grave peligro para la paz y la seguridad de la región.

La comunidad internacional entiende hoy, y las resoluciones adoptadas por diversos órganos internacionales –la Asamblea General de la OEA, entre otros, y más allá, la Unión Europea– lo confirman, que el régimen dictatorial de Nicolás Maduro impide el ejercicio del derecho del pueblo venezolano de decidir su propio destino, al realizar elecciones fraudulentas, absolutamente contrarias a todo, sin ninguna supervisión internacional, acomodadas por un órgano electoral dependiente.

Habrá más resoluciones, vendrán más sanciones, muchas otras acciones de los gobiernos del mundo y de la región que entienden que nuestros derechos son violados constante y flagrantemente, hasta que podamos restituir nuestra democracia y la libertad. La inacción y las posturas erradas estarían siendo superadas. Dejar de hacer, es decir, pecar por omisión en estos momentos y permitir que un grupo delictivo secuestre una nación y la destruya y ponga en jaque a la comunidad internacional crearía un precedente muy negativo que podría abrir el camino a situaciones similares en el futuro y en otras partes.


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