para Elisa Lerner

«Defino a la imagen, a toda imagen, dice Roland Barthes, como aquello de lo que estoy excluido. Al contrario que en esos acertijos en que el cazador está secretamente dibujado entre las hojas de los árboles, yo no estoy en la escena: la imagen carece de enigma. Es perentoria, tiene siempre la última palabra; ningún conocimiento puede contradecirla, arreglarla, sutilizarla. Y esas imágenes, de la que estoy excluido, me son crueles. Son imágenes tristes».

Debí suponer que ya estaba excluido cuando decidimos Belén y yo reconocer los lugares donde transcurrieron los años de nuestra infancia caraqueña. «Nos bajamos en la estación del Metro de Capuchinos», expliqué. «Y desde allí, caminamos hasta la Gran Colombia, en la esquina de Mamey y subimos luego hacia el Municipal». 

El itinerario permitía ir no solo al encuentro de los personales fantasmas de mi mujer, que ella creía rondaban aún entre Glorieta y Reducto, sino de los míos que, sin saberlo, ya habían desertado hacía mucho de las esquinas de Pescador y Cochera. Fue mi culpa no recordar a aquel John Osborne inglés e iracundo que aconsejó que debíamos mirar hacia atrás pero con furia. Pero aquel día nos dio por la nostalgia, por devolvernos a un Paraíso que todavía, entonces, no considerábamos perdido o extraviado. Era ingenuidad de mi parte porque el chavismo ya había comenzado su empeño de demolición. 

¿Cómo se reduce a pedazos una calle, una vida, toda una ciudad o un país? ¿Cómo ha logrado ausentarse la alegría de nuestro ánimo para que en su lugar se instalen las sombras de la tristeza? Destruir, devastar demoler, derribar, deshacer, exterminar, arruinar, asolar se han convertido, bajo el socialismo bolivariano, en vocablos de uso constante.  Nos hemos reducido a escombros. Y conocemos el hambre, la disolución del horizonte, la áspera rigidez y el castigo del cuartel.

Al salir del Metro, el primer ramalazo de estupor fue ver la plaza de Capuchinos reducida y decrépita; las pinturas de la iglesia de San Juan ocultas tras una penumbra enfermiza y luego el aire de pesadumbre y de infortunio que nos condujo a través de calles flanqueadas por pensiones de mala muerte, comercios mezquinos, casas a punto de desplome que alguna vez fueron lugares de zaguán, patio y romanillas que tamizaban la luz a través de sus vidrios multicolores. En algunas paredes grafitis y rotos ¡pero glorificados! afiches del Che Guevara o de Hugo Chávez y pesados olores de miseria humana.

¡La desacertada travesía hacia la mirada del primer día se convirtió en un doloroso naufragio! Sentíamos que la gente asomada a las puertas de las casas o desde las ventanas de sucios edificios impersonales nos miraba con recelo y rencor. Éramos intrusos, ahora, en un mundo que aunque solo fuese por haber nacido en él creíamos que nos pertenecía. Pero las imágenes que se me ofrecían me expulsaban de él; lo que veía carecía de nombre. Aquel espacio tantas veces entrevisto en el recuerdo había sufrido una terrible degradación y resultaba imposible nombrarlo de nuevo. Significaba ir al encuentro de un país que se desploma, que se desmorona por la insania criminal y el narcotráfico. Nada encontraba allí que me remitiera a alguna ensoñación del pasado, ni siquiera el mínimo asomo de una infancia que, a partir de ese instante, consideré perdida para siempre. 

La desilusión también esperaba a mi mujer cuando vio el desvarío y los despojos atosigando las calles de sus primeros años: cercana a la esquina de su casa natal, desaparecida para dar paso a una sucia y ruidosa avenida, aún permanece la Iglesia de las Siervas (una silenciosa penumbra en la que revolotean, se desvanecen y vuelven agitarse suaves y rumorosas las plegarias de monjas de adoración perpetua). Es el único vestigio de un pasado inmediato; pero la iglesia, obra primorosa de Erasmo Calvani, se ahoga atrapada entre edificios mediocres configurando la abrumada y persistente imagen de una abigarrada desolación urbana. 

Es la deplorable visión de una ciudad hostil, envilecida, delictiva y mugrienta, que alcanzó alguna vez un vivo resplandor antes de que me arrojara de ella la triste imagen de mi propio desamparo. Quise hacer el viaje a la semilla, la travesía inversa cuyas mansas olas, pensé, terminarían arrastrándome a las playas de blanca arena de la nostalgia que todo lo embellece y solo encontré un tiempo muerto, un desastre de posguerra; el nombre de Hugo Chávez, aceras invadidas por la basura y gente rebuscando en los detritus. 

La calle que vio pasar mi infancia ha hecho metástasis y el tumor se ha extendido por la ciudad y por la geografía humana y al terminar de corromperse el régimen militar, el cáncer avanza y aniquila todo lo que toca; plazas, ateneos, universidades y lo que alguna vez fue una parroquia amable y serena se convierte en un maloliente barrio marginal mientras la altivez y la dignidad del país se hunden en un lodazal bolivariano donde chapotean oportunistas desalmados y aventureros de toda condición; y suscita en otras naciones, particularmente las vecinas, el doble sentimiento de lástima por nuestra mala suerte y, al mismo tiempo, de rechazo por la avalancha de refugiados. El hermano país se conduele de nuestra aflicción, pero el colombiano de a pie nos trata como antes lo tratábamos a él; en Panamá no nos quieren. ¡Y el país contempla, indiferente o agobiado, su propia demolición!


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