El último informe sobre Venezuela, elaborado por la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, es devastador. No solo apunta a graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos, como las detenciones arbitrarias, el uso de la tortura, la prisión por motivos políticos, la discriminación política, la falta de independencia del Poder Judicial, el uso de tribunales militares para juzgar a civiles, o la adulteración, ocultamiento o destrucción de pruebas por parte de la Fiscalía General de la República, a fin de asegurar la impunidad de crímenes atroces. Esta vez, el alto comisionado para los Derechos Humanos también ha llamado la atención sobre la pauperización del pueblo venezolano que, en medio del mayor desastre económico de su historia, ni siquiera puede atender sus necesidades básicas de salud y alimentación.

Con el pretexto de que este era un gobierno “socialista”, durante años, hizo oído sordo a las denuncias de graves violaciones de derechos humanos, alegando que los verdaderos derechos humanos eran los derechos sociales, los cuales estaban bien atendidos por el chavismo. No importaba que las cárceles estuvieran abarrotadas de presos políticos, que no hubiera libertad de expresión o que en sus centros de detención se practicara la tortura; lo que contaba era que, en su delirio, las necesidades básicas de los venezolanos estaban satisfechas. No importaba que todos los índices económicos desmintieran esa fantasía, poniendo de relieve el incremento de la pobreza, la reaparición de enfermedades que ya habían sido erradicadas, el aumento de la tasa de mortalidad infantil o la disminución de la talla del venezolano.

Este no es un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (que, según Maduro, está al servicio del “imperio”), ni es un documento elaborado por la administración Trump o por la derecha europea o latinoamericana, carente de sensibilidad por los derechos sociales. Se trata de un informe elaborado por el mismo sistema de Naciones Unidas, cuya independencia e imparcialidad fue reconocida y elogiada por este régimen cuando denunció la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Por ende, no hay excusa que valga.

Pero no había que esperar un informe de la ONU para percatarnos de las fábricas cerradas, el crecimiento de la mendicidad, las estanterías vacías, los cementerios de autobuses, la falta de agua potable, y las figuras famélicas, con sus rostros entristecidos, que deambulan sin esperanza por las calles de Venezuela. Nadie tenía que contarnos que nuestros enfermos se están muriendo por falta de atención adecuada, porque los médicos que había (incluidos los de Barrio Adentro), se fueron en busca de un salario digno y un futuro mejor, y porque no hay medicinas ni hospitales debidamente acondicionados.

Nadie tenía que contarnos que, en Venezuela, independientemente de lo que usted pueda tener depositado en el banco, no hay dinero en efectivo ni siquiera para pagar el transporte público, o que los guardias nacionales deben recurrir al trueque de una caja de los CLAP para obtener un poco de verduras. Pero tampoco podíamos imaginar que, en dos décadas, el medio de transporte de los venezolanos llegaría a ser el mismo tipo de camión que se usa para trasladar el ganado.

Raphael Lemkin, creador de la palabra “genocidio” e impulsor de la convención sobre la misma materia, decía, en sus memorias, que “los medios de transporte de una nación reflejan su riqueza, de la misma manera que el aspecto de los pasajeros refleja su salud”. Estas palabras, escritas hace más de sesenta años, en señal de elogio a la nación que entonces lo acogió, siguen teniendo vigencia para juzgar el atraso y la miseria de un país empobrecido por la irresponsabilidad de sus gobernantes.


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