Cuenta la historia reciente que el paso previo al proceso constituyente de 1999, promovido por Hugo Chávez fue un referendo consultivo. Y que en 1999 se interrogó al soberano sobre reformar el Estado y aprobar las bases comiciales del Ejecutivo. El texto resultante también se aprobó previa consulta. En su artículo 5 se dice que la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo. En sus artículos 341 y 345, que las enmiendas y reformas constitucionales deben someterse a referendo popular. Y, por si no bastara con lo anterior, en el artículo 347 indica que el pueblo de Venezuela es el depositario del poder constituyente originario.

Adicionalmente, el sentido común democrático indica que para suscribir el contrato social que rige la vida colectiva de un país –eso es la carta magna, ¿no?–, debe preguntarse la opinión a todos los ciudadanos y no solo a un grupito de escogidos de acuerdo con su pedigrí político, mediante un proceso arbitrario ideado para corroborar en un simulacro electoral todo lo que previamente fue decidido por una cúpula, cuyo fin único es mantener el poder. Un proceso llevado contra viento y marea. Es decir, contra el parecer de los más diversos sectores de nuestra sociedad, incluyendo a sectores del propio chavismo, de la casi totalidad de la comunidad internacional y no digamos de las encuestas, las cuales registran la opinión contraria del 80% de los venezolanos.

Más claro el agua, piensa cualquiera, pero no cualquiera es magistrado del Tribunal Supremo de Justicia. Así, según su última decisión, haciendo malabares jurídicos dictaminó que el presidente Maduro puede sustituir al pueblo en la convocatoria de una constituyente. Demuestra, pues, que la democracia es, entre nosotros, cuestión de mera interpretación. Y corrobora la impresión de que el país es cada vez más la metáfora de una caimanera de fútbol: no se siente la presencia del árbitro, las reglas las define el más fuerte o el dueño del balón, son dúctiles como el chicle y se cambian según las circunstancias y los intereses.


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