Para la dictadura venezolana, “su democracia” se basa en “sus elecciones”, procesos totalmente distintos a los esenciales de la democracia, como debe entenderse hoy conforme al desarrollo y precisión del concepto en el ámbito internacional, en el que ha venido ganando espacios importantes que de alguna manera inciden en la normativa internacional.

Hasta hace poco el tema “democracia” no interesaba demasiado a la comunidad internacional. Es apenas después del fin de la Guerra Fría que se incluye en la agenda internacional y que, en consecuencia, deja de ser un tema de la exclusividad de las jurisdicciones internas para colocarse en el espacio de interés de la comunidad internacional. No es más, pues, un tema del dominio reservado de los Estados.

Hoy hablamos de democracia, vinculada íntimamente a derechos humanos y a desarrollo. Se le coloca, incluso, en algunos casos, como condición para ingresar a instituciones internacionales o para permanecer en ellas; también hablamos hoy de un “orden internacional democrático y equitativo”, basado evidentemente en las realidades internas, sin saber muchas veces de qué se trata exactamente. Son numerosos, sin embargo, los textos internacionales que se refieren a la democracia en este sentido, como las resoluciones adoptadas por la Unión Interparlamentaria Mundial, por las instituciones europeas, por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y más, en nuestro espacio, las resoluciones y declaraciones adoptadas por la OEA, la Carta Democrática, una referencia obligatoria, en las que más que exhortar a los Estados y a la comunidad internacional a respetarla como sistema político básico al ejercicio de los derechos humanos, hacen precisiones que comprometen más a los gobiernos, a las instituciones internacionales y a todos, para defenderla, respetarla y promoverla.

Sin entrar en el estudio del concepto y remontarnos a la práctica de Pericles en la Grecia antigua, a los diálogos no escritos de Sócrates y a la obra de Platón y Aristóteles y muchos más adelante, tras siglos de olvido, a la Inglaterra del siglo XVII, a la época anterior a la Revolución francesa, con la obra de Jean-Jacques Rousseau y muchos otros; y, más tarde, a la de los pensadores del siglo XIX que definitivamente delinean el concepto y esbozan sus elementos constitutivos, podemos decir que la democracia es un derecho individual, el derecho que tenemos cada uno de nosotros de exigirlo; un derecho colectivo, que tiene la sociedad como entidad estructurada, que exige a través de los mecanismos de control su respeto por los órganos del Estado.

Independientemente de su definición, se ha aceptado que las elecciones constituyen uno de sus elementos constitutivos fundamentales. Pero no hablamos de simples elecciones, como las que proponen insistentemente los regímenes forajidos, como el venezolano de Maduro, que apuestan por el mayor número de procesos, sin importarle la calidad de los mismos. No se trata de elecciones simples. Ellas deben responder a ciertos parámetros que la comunidad internacional ha establecido y que el derecho internacional sobre esa base comienza a estructurar.

Se trata de elecciones libres, honestas, periódicas, organizadas, en la que participen todos, sin discriminación, votantes y candidatos, en un procedimiento secreto organizado y controlado por órganos independientes del Estado y supervisado por entidades o personalidades externas que garanticen su honestidad, lo que en pocas palabras se traduce en la transparencia necesaria para confiar en el proceso, cuyo resultado debe ser, ni más ni menos, la más fiel expresión de los ciudadanos.

Imposible, a simple vista, hacer coincidir las características de este elemento de la democracia con las malas y aberrantes prácticas de un poder corrompido que las promueve sin cesar, las impone a su manera, ignorando lo que ellos mismos afirman en sus falsas declaraciones, que las elecciones en esas condiciones son la única forma de lograr la autodeterminación de un pueblo que, como el venezolano, se encuentra sometido a una intervención extranjera que controla un régimen títere involucrado en prácticas ilegales y corruptas que han provocado el mayor aislamiento de la República en toda su historia.

Hoy se lleva el tema a Santo Domingo, en un diálogo sin sentido, en el que hay solo una voz sin contrapartida ni precisiones, menos de exigencias. Ojalá que los promotores de este nuevo encuentro, el desprestigiado Rodríguez Zapatero al frente, entiendan que cualquier proceso que en esas condiciones se dé en el país, expresivo de una farsa sin fin, lejos de contribuir con la solución de la crisis que nos afecta, la agrava.


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