A la comunidad internacional le preocupa que en Venezuela se haya instalado una feroz dictadura que viola abiertamente todos los derechos humanos; una dictadura que ha sometido al país a una indignante situación de miseria y violencia que hace la vida imposible a más de 20 millones de personas; pero le preocupa aún más que el régimen que se ha establecido pueda, además, estar incurso en graves delitos y crímenes que trascienden las fronteras nacionales, convirtiéndole en un gobierno forajido, es decir, en un régimen que desprecia el orden jurídico, las reglas de convivencia, ante lo cual debe haber una reacción de la misma comunidad internacional más temprano que tarde, para salvaguardar los intereses colectivos afectados por estas prácticas aberrantes del ejercicio del poder.

Esta preocupación ha sido expresada por algunos en la región. Hace poco el ex canciller boliviano Sánchez Berzaín dijo, al referirse al tema, que “la realidad de las Américas se agrava porque el castrochavismo demuestra que sus acciones y objetivos no son cuestión política y que corresponden íntegramente al ámbito del crimen organizado. La división entre países con democracia y bajo dictaduras es ya insuficiente…”.

El régimen de Nicolás Maduro, según algunos, se habría constituido en un “grupo delictivo organizado” entendido este, según la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, adoptada en 2000 (Convención de Palermo), como un “grupo estructurado de tres o más personas que exista durante cierto tiempo y que actúe concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves o delitos tipificados con arreglo a la (…) Convención con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material”. Más lejos ha ido el ex presidente polaco y premio Nobel de la Paz Lech Walessa, quien habría afirmado que “Venezuela está secuestrada por un grupo de neotraficantes y terroristas”.

Lo que es cierto es que un régimen que destruye las instituciones, que se apropia de la vida y de los bienes de los ciudadanos, que se impone y encarcela a quien no se identifica con sus políticas y “postulados” (un ejemplo, los civiles y militares que llenan las cárceles políticas; o quien puede serle útil para negociar, como un secuestrado más, con gobiernos extranjeros: es el caso de Joshua Holt, liberado hace apenas unos días); un régimen que usa el poder como herramienta de presión y de chantaje para torcer la voluntad popular, pero que además estaría participando en actividades delictivas transnacionales, no podría ser considerado como un gobierno en el sentido estricto del término, es decir, un poder constitutivo del Estado, sino como un grupo irregular que participa en actividades distintas a las que corresponden como representativo del Estado.

La delincuencia transnacional no es exclusiva de grupos organizados fuera de la estructura del Estado. Las cosas han cambiado y nuevas prácticas, una vez inimaginables, perversas por su propia naturaleza y contrarias a todo, desde las esferas del poder, contradicen el ejercicio legítimo y eficaz del poder y la buena gobernanza.

Con la adopción de la Convención de Palermo la comunidad internacional, como lo dijo Kofi Annan en 2002, “demostró la voluntad política de abordar un problema mundial con una reacción mundial. Si la delincuencia atraviesa las fronteras, lo mismo ha de hacer la acción de la ley. Si el imperio de la ley se ve socavado no solo en un país, sino en muchos países, quienes lo defienden no se pueden limitar a emplear únicamente medios y arbitrios nacionales”.

Aprovecharse del poder para llevar a cabo actos delictivos transnacionales, como el apoyo, la tolerancia o la participación en actividades vinculadas al narcotráfico, a la corrupción e incluso al terrorismo es grave y se inserta en esta concepción del crimen transnacional, lo que obliga a la comunidad internacional a velar por los intereses colectivos y a considerar estas nuevas formas del ejercicio del poder que contradicen las prácticas que la misma sociedad internacional se ha impuesto como expresión de civilidad y de convivencia.

La comunidad internacional debe actuar para prevenir y castigar estas prácticas para evitar que se consoliden y se creen precedentes que afecten en el futuro a otros países, en perjuicio de los derechos de los ciudadanos.


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