Como toda dictadura totalitarista, la que sufrimos hoy en Venezuela por obra de los Castro y la gracia de Vladimir Putin, conocido mantenedor de tiranías, trata de construir la historia como mejor le parece, asignando lealtades y traiciones con el fin de presentar con la mayor sencillez maniqueísta posible una versión que enaltezca al patrón de turno y diluya cualquier mérito de todo aquel que osare pensar distinto.

Tal afán traspone los límites temporales de su propia presencia, porque tratan de otorgarle a su cuento alguna coherencia con la historia que no pudieron construir, porque ya estaba hecha. Así aparecen en escena sus héroes y sus malhechores ancestrales. La dictadura encontró en José Antonio Páez al demonio de la traición, por ser el jefe del neoliberalismo salvaje decimonónico y la piedra de tranca de la Gran Colombia. No se ofusque usted tratando de entender qué le cobran a quien apuntaló los fundamentos de la venezolanidad. Eso no tiene la menor importancia.

Lo que sí importa hoy es que la imagen del catire Páez ha sido colocada esta semana en primer plano por Diosdado Cabello, en ese espectáculo goebbeliano que televisan los miércoles con los recursos de todos los venezolanos, en la picota televisiva como símbolo de la traición, para aleccionar a sus acólitos sobre la necesidad de ser leales a la dictadura. Porque apelaron a Páez para hablar de una traición, según lo expresan, que está en el ambiente, pero a la que no se atreven a ponerle nombre y apellido.

La verdad, eso es problema de ellos. Lo que de importante tiene para quienes conformamos el 90% restante de los habitantes de este país a punto de ser liquidado por la plaga castrochavista es que la asociación de la traición a la imagen del catire Páez, parece confirmar que la posición asumida por la fiscal general de la República no es parte de una ingeniosa componenda de la que esta funcionaria sería parte para atornillar en el poder a la desvencijada dictadura mediante la abrogación de la Constitución, ejecutada por el TSJ, con el cierre de la Asamblea Nacional.

Esa asociación racista no es más que la más clara confirmación de que las palabras de la fiscal en su discurso de rechazo a la ruptura del orden constitucional deben ser interpretadas con la misma claridad con las que fueron pronunciadas, televisadas y grabadas. Y debemos cosechar los inmediatos frutos que de ellas derivaron. En primer lugar, la desnudez en la que quedaron Julián Isaías Rodríguez, Hermann (o será Hernán, como lo llamaba Cabello) Escarrá o el defensor de la dictadura, en su capacidad infinita de decir lo que sea necesario para salvaguardar los intereses de la cúpula que arruinó a Venezuela. Pocas horas pasarían para comprobar que la ruptura constitucional denunciada por la fiscal, en cuyo desmentido se lanzó el infeliz trío antes mencionado, sería confesada por la propia Sala Constitucional con esas odas al ohcered que son las sentencias 157 y 158, que por órdenes del individuo que ostenta la Presidencia de la República, tuvieron que dictar con nocturnidad y una cobardía solo antes vistas, tratándose de intentonas de golpes de Estado, por los lados de La Planicie. Sobre esos adefesios antijurídicos ya se han pronunciado los profesionales del derecho más calificados. Resta y basta con que me limite a advertir que quizás, como ya se lo atribuye el imaginario popular por la generalizada escasez que nos agobia, el típex no alcanzó para borrar –si es eso lo que pretendía, sin que fuese posible en forma alguna– varias gravísimas violaciones de la Constitución, como la que se afana en entregarles a los rusos la faja del Orinoco, sin control de la Asamblea Nacional.

No creo que quien cumple con su deber merezca alabanza alguna, pero sí merece que se reconozca que lo está haciendo. Y la manipulación de la supuesta traición ejecutada por Páez, precisamente por estos días, sin otras aparentes razones, apuntan a que no se trata más que de unos alaridos que acusan el dolor por la conducta actual de una persona a la que no se atreven a señalar más allá de las alusiones fenotípicas, por su similitud con otro supuesto traidor histórico, que también, era catire.

“Algo malo está pasando…”, dejó caer Cabello en su programa, cuando hablaba de estas cosas, como no queriendo. Podía referirse también a la detención de centenas de militares activos en los que seguramente deben estar viendo el fantasma de la traición, junto a civiles que son puestos de manera inconstitucional, como es su costumbre, a la orden de tribunales militares. Es lo que hoy ocurre con un ciudadano de bien, como el señor Eduardo Vethencourt de Lima, quien está preso, como tantos otros hoy, en Ramo Verde.

Ni José Antonio Páez ni Luisa Ortega Díaz son traidores, aunque sean catires. Traidores son, independientemente de su raza, quienes vienen pateando la Constitución que ya no les sirve, porque la voluntad popular les arrancó el Poder Legislativo de las manos y está haciendo valer su soberanía con el apoyo firme de la comunidad internacional que por fin abrió los ojos, gracias a Almagro y muchos otros, y a pesar de los Vladimires y los Raúles que pretenden apoderarse definitivamente de las riquezas de Venezuela. Traición sería que, luego de tan grave denuncia, no se imputen las responsabilidades de diversa índole por la ejecución del golpe de Estado perpetrado y permitir que terminen de destruir a Venezuela.

De la Venezuela que lo es gracias a José Antonio Páez. Y que el pueblo venezolano impedirá que se convierta en una Siria a la que su gobierno masacra vil y abiertamente de la manera más atroz, con el apoyo de Rusia. Va de suyo que hablo de aquí y de ahora.


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