Se ha hablado mucho en estas últimas semanas sobre las sanciones internacionales a Venezuela por la violación grave, generalizada y sistemática de los derechos humanos en el país. Algunos las han criticado, por cuanto consideran que “contraría” la soberanía nacional y afecta los derechos de los venezolanos; otros las aceptan, aunque las califican de inefectivas y contraproducentes. Muchos otros, sin embargo, con quienes coincido, afirman que tales actos están ajustados al Derecho Internacional y, además, son efectivos.

Las sanciones han sido adoptadas por Estados y por algunos grupos de Estados. Se trata de decisiones de aplicación territorial y en ningún caso extraterritorial. Los Estados que han anunciado sanciones no imponen obligaciones a otros Estados, tampoco a Venezuela, cuyas obligaciones derivan del Derecho Internacional, de la costumbre internacional, de los tratados, de las normas imperativas que interesan a los derechos humanos, de ese orden público internacional que se construye hoy. Simplemente exigen, con derecho, dado que la materia no es más del exclusivo interés del Estado, en este caso de Venezuela, que se respeten los derechos humanos, que cese la represión, la tortura, que se liberen los presos políticos, que se permita a los venezolanos disfrutar de un derecho individual y colectivo: el derecho a la democracia y que, en definitiva, nos dejen decidir sin imposiciones de otros, los cubanos, claramente, nuestro propio destino.

Algunos órganos internacionales han decidido adoptar “sanciones” en contra del régimen forajido de Maduro. El Mercosur, por ejemplo, decidió, en aplicación de sus normas internas, suspender a Venezuela como parte del grupo subregional, por considerar con razón que se había roto el orden constitucional, lo que es igualmente confirmado por los Estados miembros de la OEA, aunque en este contexto aún no se han tomado medidas en la misma dirección, debido, principalmente, a las diferencias políticas e ideológicas entre sus miembros.

La cuestión también se estaría planteando en la Asamblea General de las Naciones Unidas, al considerarse una eventual suspensión de Venezuela como miembro del Consejo de Derechos Humanos, por incumplir con lo establecido en la resolución 60/251 de la Asamblea General, mediante la cual fue creada en 2006.

A pesar de su irrespeto a las normas de derechos humanos en general, más por componendas políticas perversas, Venezuela fue elegida miembro del consejo en 2015. Se violó entonces la resolución constitutiva que dice: “…al elegir a los miembros del Consejo, los Estados miembros deberán tener en cuenta la contribución de los candidatos a la promoción y protección de los derechos humanos …”. Nada más separado de la realidad que no solo persiste, sino que se ha venido agravando. Se toleró entonces lo que hoy se condena muy claramente en Naciones Unidas en Ginebra, en Nueva York y en todas las reuniones internacionales: El régimen de Maduro viola los derechos humanos y comete crímenes internacionales.

La suspensión de un miembro del Consejo es posible, según el párrafo 8 de esa misma resolución, que dice que: “… por mayoría de dos tercios de los miembros presentes y votantes, podrá suspender los derechos inherentes a formar parte del Consejo de todo miembro de este que cometa violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos”. No es fácil. Estamos, sin embargo, ante una lamentable realidad que debe abrir espacios a la evolución de las instituciones, más las relacionadas con los derechos humanos. A Libia se le suspendió con base en dicha disposición, en 2011.

No hay dudas de que en Venezuela se cometen violaciones graves de derechos humanos como lo ha constatado el alto comisionado en su más reciente informe, en el que desnuda al régimen de Maduro. Un documento elaborado de manera independiente y objetiva a pesar de los obstáculos presentados por el régimen venezolano para que los mecanismos de Naciones Unidas, encargados de velar por los derechos humanos, entrasen a Venezuela y redactasen un informe al respecto, lo que es absolutamente normal en un mundo donde todos apostamos por el respeto pleno de tales derechos.

Estamos ante violaciones “graves” de derechos humanos; además, llevados a cabo de manera sistemática como política de Estado. El Plan Zamora es una muestra clara de tal aberración y en forma generalizada; es decir, contra una parte de la población venezolana: los opositores.

Según se desprende del examen efectuado por los órganos internacionales y por las ONG venezolanas y extranjeras, estamos ante actos realizados por funcionarios del Estado y de grupos organizados, armados, financiados y dirigidos por el régimen: los grupos paramilitares denominados “colectivos”, que constituyen violaciones sistemáticas y generalizadas, que junto con su gravedad permiten ser calificados de crímenes de lesa humanidad.

No van a quedar en el olvido estos actos. Ellos serán examinados en su oportunidad por la Corte Penal Internacional, a la que se han sometido varias denuncias que están en proceso de ser acumuladas y fortalecidas con las informaciones públicas más recientes, para que la Fiscalía de la Corte inicie cuanto antes un Examen Preliminar para que se investiguen los hechos y se procese y castigue a los responsables, en ejercicio de su jurisdicción complementaria, ya que en Venezuela por ahora es imposible hacerlo porque no hay la voluntad del Estado de proceder a hacerlo y luego porque no se puede dar cumplimiento al principio de legalidad porque los crímenes de lesa humanidad, como los otros crímenes internacionales objeto de la competencia de la Corte, no han sido incorporados a la legislación penal venezolana,

De manera que hay sanciones y expectativas que habrán de conducir al restablecimiento del orden interno y al castigo de los autores de crímenes internacionales independientemente de cualquier arreglo político que permita una transición pacífica, que todos esperamos.


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