Todavía estoy aquí. No he huido, no me he atravesado en la trayectoria de una bala ni me he encontrado con esos matarifes que son tan diestros en degüellos y descuartizamientos. Quizás es obra de la suerte, de la protección divina o de algún ángel de la guarda entusiasta en la observancia de sus obligaciones, pero nunca de mis circunstancias. Nada más indefenso que un habitante de Venezuela, sea residente, transeúnte o ramplón turista desprevenido.

A la inseguridad que siempre me ha acompañado y a los propios riesgos del oficio, como volar con pilotos más atrevidos de la cuenta en máquinas poco confiables, ir de un caño a otro en curiaras indelebles, quedar atrapado en medio de una crecida, tropezar con agentes de los cuerpos de seguridad gatillo alegres envalentonados por el alcohol y ser apuntado a la cabeza con un fusil automático en medio de la noche por un soldado aislado y muerto de miedo, quedar a la deriva en una lancha de arrastre en el medio del golfo de Venezuela y, ya por debilidades anatómicas, ser conducido a la mesa de operaciones casi una decena de veces, sin contar las que no se dicen por simple pudor, nunca me he sentido tan en peligro como ahora.

Mis amigos que vivieron el asalto del poder de Augusto Pinochet y que pasaron varias noches en el Estadio Nacional me cuentan que siempre tuvieron confianza en que saldrían con vida, aunque sabían que cada noche diezmaban al grupo de los más comprometidos. Confiaban en lo que todavía quedaba de institucionalidad y que se impondría la justicia o, cuando menos, el sentido común y en cualquier momento los rescataría la caballería montada.

No es lo que siento. Mi sensación es que me han encerrado en un garito en el que todas las máquinas han sido alteradas y no hay posibilidades de ganar. Quizás sea por el abusivo y estrafalario uso del verbo «apostar». La palabra más socorrida en el habla diaria, en los titulares de la prensa y en la gramática de los voceros gubernamentales. Mi aprensión es que solo una vez gané una apuesta, tres cajas de cerveza, y aún Raúl Romero ni siquiera la ha amortizado, y presiento que mi subsistencia dependerá de un azar inmóvil, inaprensible, imbatible, total.

Los últimos acontecimientos y la impiedad salvaje con la que militares y paramilitares han embestido a manifestantes de todas las edades y condiciones, a poblaciones enteras –sean caseríos o ciudades, urbanizaciones, edificios residenciales, quintas o humildes ranchos de piso de tierra– indican que no es tiempo de irse, mucho menos de morirse, que estamos ante el trueno que trae la calma y apacigua los demonios y calla los ladridos. Presto maletas y pasaportes que no han sido denunciados como perdidos. Chao, muerto.


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