El terremoto electoral que se produjo en El Salvador sobrepasa todas las estimaciones que se habían hecho. A lo largo de los últimos seis o siete meses las encuestadoras independientes habían proyectado el triunfo de Nayib Bukele, de apenas 37 años de edad. Lo que no era tan evidente es que su triunfo ocurriría con alrededor de 54% de los votos. No habrá una segunda vuelta, que muchos habían previsto.

Pero las sorpresas no han terminado allí. Tan impactante como el triunfo de Bukele es el derrumbe del candidato del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Hugo Martínez –FMLN–, que no logrado sumar 14% de los votos. Otro aspecto de significación, que no debería ser despreciado por los analistas, es la votación obtenida por Carlos Calleja, candidato de la Alianza Republicana Nacionalista –ARENA– que alcanzó alrededor de 32% de los votos, lo que demuestra que su maquinaria partidista sigue organizada y operativa.

Vistos en conjunto, estos resultados nos remiten a dos conclusiones de gran significación para pensar el presente y el futuro de El Salvador. La primera, es que Bukele y el partido GANA han podido romper el peso aplastante que la polarización, entre ARENA y el FMLN, que ha sido el signo de la política salvadoreña en las décadas recientes. Desde junio de 1989 hasta nuestros días se han sucedido seis gobiernos. Los cuatro primeros correspondieron a dirigentes de ARENA –Alfredo Cristiani, Armando Calderón Sol, Francisco Flores y Elías Antonio Saca–, y los dos siguientes al FMLN –Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén–. A este último corresponderá entregar la banda presidencial a Bukele, el próximo primero de junio.

La segunda gran conclusión es que sumados los votos de la centroderecha –GANA/Bukele– y de la derecha –ARENA/Callejas– el resultado supera al 85% de los votantes. En lo inmediato, El Salvador ha roto con la izquierda representada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Esta derrota tiene importantes ecos en países como Nicaragua, Cuba, Venezuela y Bolivia, que perderán el voto y la voz de un país que los estuvo apoyando en el foro de la OEA y en otros.

Entre 1980 y 1992, El Salvador vivió una cruenta guerra civil, que mantuvo en vilo a América Latina. El balance es estremecedor: 75.000 personas perdieron la vida en esos casi 12 años. 5 organizaciones guerrilleras tomaron el camino de las armas para enfrentar a la Junta Revolucionaria de Gobierno, de fundamento militar, que tomó el poder en ese país, en octubre de 1979, tras derrocar al presidente Carlos Humberto Romero. Luego de la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en enero de 1992, la vida política salvadoreña ha permanecido escenificada como un constante enfrentamiento entre izquierda y derecha. Bukele, un empresario nacido en 1981, que formó parte del FMLN, fue expulsado de ese partido en 2017. En marzo de 2015 se convirtió en alcalde de San Salvador, la capital del país, tras vencer al candidato de ARENA. Tras ser expulsado del FMLN, su popularidad, no se afectó, sino que creció hasta su arrollador triunfo electoral.

El fenómeno Bukele es expresión de una corriente de cansancio que ha tomado cuerpo en los electores salvadoreños. Los últimos tres presidentes, dos de ARENA y uno del FMLN, han sido acusados de corrupción. De hecho, ahora mismo, Mauricio Funes (FMLN), quien gobernó entre junio de 2009 y junio de 2014, ha huido de la ley y encontrado refugio en la Nicaragua de Daniel Ortega. Estos hechos están socavando de forma muy peligrosa la credibilidad de los partidos, las instituciones y el propio ejercicio de la política.

Ese cansancio es particularmente inquietante. El Salvador es una república a la que ha costado sangre y sufrimiento levantar instituciones democráticas después de la firma del acuerdo de paz. La corrupción, en la interpretación de muchos, es el exceso que ha rebasado la paciencia de los ciudadanos. Como en otros países de América Latina, está cada vez más extendida la generalización que asocia política a corrupción. Pero, además, existe la sensación de que los gobiernos son impotentes para enfrentar los otros graves asuntos que impactan al país: la violencia, que ha hecho mundialmente conocidas a las «maras salvadoreñas»; las debilidades en el funcionamiento de la economía; las fallas profundas del sistema de salud y del sistema educativo; y, relacionado con todo lo anterior, las extremas realidades de la desigualdad.

La mañana del 3 de marzo de 2016 ocurrió uno de los hechos más dantescos y emblemáticos de la historia reciente de El Salvador. Miembros de una de las grandes pandillas, la conocida como 18-Revolucionarios, llegaron hasta Opico, territorio perteneciente a la de su principal enemigo: la Mara Salvatrucha o MS-13. Se trasladaron al sitio con el objetivo de ajustar cuentas. No los encontraron. En su recorrido dieron con ocho obreros que instalaban postes para el tendido eléctrico, y también con otras tres personas que caminaban rumbo a sus trabajos. Los atraparon, les ataron las manos, los tiraron al piso boca abajo y los mataron, a balazos y machetazos. En medio de la matanza, uno de los asesinos activó la cámara de su móvil y grabó la escena del ajusticiamiento mientras reía. Al mes siguiente, el video comenzó a circular por las redes, causando en el país una conmoción semejante a la que han producido los videos de las decapitaciones realizadas por miembros del Estado Islámico –ISIS–.

La matanza de Opico es uno de los más trágicos momentos padecidos por la sociedad salvadoreña desde que, a mediados de los años ochenta, aparecieron las primeras pandillas como la Mara Chancleta y la Mara Gallo, que más tarde se expandirían y cambiarían sus nombres a los de hoy. Estudios y reportajes periodísticos repiten que uno de los factores fundacionales del fenómeno de las pandillas fueron los niños abandonados o sin padres que dejó la guerra civil, que crecieron en un ambiente donde las armas, el empleo de la violencia y la muerte eran comunes. Hay estimaciones que señalan que, en 5 años, las maras podrían haber asesinado a más de 35.000 personas. El Salvador supera a Honduras y Guatemala en el ranking de tasa de homicidios. Aproximadamente 60.000 jóvenes son miembros o colaboradores de las maras. A una vida cotidiana que transcurre bajo condiciones de terror constante, hay que sumar muchos otros problemas, cuyo solo enunciado puede resultar agobiante. Entre 30% y 40% de la población vive en condiciones de pobreza, según las distintas metodologías que se apliquen para medirla. El crecimiento económico promedio de la última década, de 2,6% anual, apenas ha hecho posible algunas mínimas reducciones de la desigualdad, los ingresos y el acceso a los servicios. Mientras la tasa general de desempleo ronda 7%, en el caso de los jóvenes se duplica: hay estimaciones que indican que la misma sobrepasa 14%. Hay que añadir: el Banco Mundial ha indicado que la perspectiva hacia 2019 y 2020 es hacia la baja: 2,5 y 2,4, respectivamente. Si se contrastan estas cifras con la que dice que aproximadamente 30% de las familias salvadoreñas viven de los ingresos que generan las maras, entonces se entiende la gravedad y la profundidad que tienen las pandillas en la sociedad salvadoreña.

En términos demográficos, El Salvador es un país de jóvenes: 60% de la población tiene menos de 35 años. A esta realidad se corresponde otra lamentable: el estado del sistema educativo salvadoreño, aplastado por realidades como la deserción escolar, bajo nivel de los docentes, métodos pedagógicos obsoletos, violencia dentro de las escuelas, infraestructura escolar en mal estado, carencia de herramientas de aula y muchas otras carencias. Hay expertos que señalan que la educación pública es clasista y que sus resultados están por debajo de lo mínimo necesario. En 2016, por ejemplo, menos de 9% de los alumnos que provenían de las escuelas públicas y que presentaron pruebas de ingreso para la Universidad de El Salvador lograron pasar la prueba.

Paradójicamente, en el mercado laboral se exige título de bachiller para trabajos elementales y mal pagados. En las zonas rurales estas problemáticas se intensifican hasta niveles insólitos. Más de 98% de los niños y jóvenes que trabajan y estudian pertenecen a las zonas rurales. Antes de iniciar el bachillerato deben abandonar la escuela para sumarse a tareas que generen ingresos, imprescindibles para la subsistencia. El joven que aspira a conseguir un empleo inevitablemente debe migrar hacia las zonas urbanas. De lo contrario, no le quedará otra alternativa que dedicarse a labores agrícolas o ganaderas, y llevar una existencia de hambre y penurias.

Diversas estimaciones, tanto de agencias del Estado salvadoreño como de entidades norteamericanas, han señalado que 3 millones de salvadoreños viven hoy en Estados Unidos. En los años 2017 y 2018, el monto anual de las remesas enviadas a su país ha superado la cifra de los 5.000 millones de dólares. El monto equivale, nada menos que a 18% del producto interno bruto.

Todo este cuadro de cosas explica por qué para la inmensa mayoría de los jóvenes de ese país el primero de sus sueños es migrar a Estados Unidos, en las condiciones que sea.

Nayib Bukele tiene una inmensa responsabilidad en sus manos. Entre sus tareas más destacadas está la de impedir y castigar la corrupción, liderar una gestión signada por la transparencia, crear las condiciones necesarias para estimular inversiones privadas –salvadoreñas o extranjeras–, responder a las inmensas dificultades que castigan el potencial y las oportunidades de los más jóvenes. Que Bukele haya logrado romper el esquema bipolar es un importante primer paso. Pero esto no puede quedar como una promesa incumplida. No puede postergarse. Los próximos cuatro años deben ser de conquistar a los salvadoreños para la esperanza y la democracia.


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