Escribo este artículo en tiempos de agobiante incertidumbre para la sociedad de Nicaragua. Es un tema que no se puede perder de vista por su paralelo con la igualmente grave crisis venezolana; ambos temas fundamentales para la agenda bipartidista que nos debe ocupar en materia de política exterior en Estados Unidos.

El 18 de abril de 2018, el día que comenzó el ciclo de protestas en León y Managua, comenzó un período que podría culminar con el fin del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo o, por el contrario, derivar en una dictadura abierta, basada en el control de los poderes públicos, el ejército, los cuerpos policiales y los grupos militares.

Al día siguiente, las protestas se extendieron por varios departamentos. El gobierno movilizó a sus seguidores, lo que causó enfrentamientos cuya primera consecuencia fueron tres personas asesinadas, a las que sumarían varias decenas en los días y semanas siguientes. La primera reacción del gobierno fue condenar la violencia que, en alguna medida, había propiciado. El día 21 ocurrió la muerte de Ángel Gahona, asesinado en Bluefields, mientras realizaba su trabajo reporteril. Todo lo que ha ocurrido desde entonces requeriría de tomos y tomos para ser narrado.

Las protestas continuaron. Las denuncias de los organismos defensores de los derechos humanos se multiplicaron. La Conferencia Episcopal promovió el diálogo, al tiempo que exigía el fin de la represión y el desmantelamiento de los grupos paramilitares. Luego del rompimiento del diálogo, el 23 de mayo, el gobierno comenzó con la campaña, que no ha cesado hasta ahora, para denunciar las protestas como parte de una ruta hacia un golpe de Estado. Bajo ese pretexto la acción represiva del gobierno ha alcanzado extremos que nadie había previsto. Se han originado agresiones verbales y físicas en contra de las autoridades de la Iglesia. Huelgas y dos paros de alcance nacional. En un allanamiento a las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, en acción combinada de policías y paramilitares, dos estudiantes fueron asesinados. Entre las denuncias de las víctimas, hay un aspecto que no puede omitirse: el señalamiento de que había cubanos y venezolanos, entre los ejecutores de la represión.

A pesar de las categóricas condenas de la ONU y la OEA, el gobierno ha respondido con más represión y con medidas, por ejemplo, como la expulsión del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. En este último caso, la medida se tomó justo el día antes de la fecha prevista para presentar el informe de la investigación. En el mismo, como se supo más tarde, han quedado establecidos que se cometieron crímenes de lesa humanidad. Como es recurrente en situaciones en las que es el Estado el que mata, todavía hoy es difícil contabilizar el número de víctimas fatales. Ello explica por qué ONG, medios de comunicación y organismos internacionales han reportados distintas cifras. Hay denuncias de “desaparición” de cadáveres. Hay que añadir que no se sabe, con precisión, cuántos nicaragüenses han huido hacia Costa Rica y otros países. Lo cierto es que hasta ahora hay aproximaciones que hablan de 350, 480 y hasta de 600 personas asesinadas. La cifra que aparece debidamente fundamentada es la que señala que los asesinados durante las protestas en las calles fueron 235 personas, de las cuales 33 eran funcionarios policiales.

El capítulo dedicado al ataque contra periodistas y medios de comunicación es abultado y está, ahora mismo, en desarrollo. Un caso emblemático se puso en movimiento el pasado 13 diciembre en la noche. Las oficinas del diario digital Confidencial fueron allanadas ilegalmente, robadas y parcialmente destruidas. Carlos Chamorro Barrios, su director, quien además dirige dos programas televisivos de información y opinión, Esta noche –diario– y Esta semana –de frecuencia semanal–, hizo las denuncias ante las autoridades, y no hicieron nada. Las amenazas en su contra obligaron a Chamorro Barrios a exiliarse en Costa Rica el 20 de enero. Una semana más tarde, su programa Esta semana fue sacado del aire.

Este hecho es revelador por las múltiples implicaciones que tiene. Pedro Joaquín Chamorro, su padre, fue periodista, escritor, empresario y director de La Prensa (1926), el diario más antiguo y más importante de Nicaragua. Por su lucha en contra de la dictadura de Anastasio Somoza, fue asesinado el 10 de enero de 1978. Su muerte quedó inscrita en la historia contemporánea como el hito que marca el inicio del final de la dictadura. El hoy perseguido Carlos Chamorro Barrios fue director del diario Barricada, del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Su madre, Violeta Barrios de Chamorro, fue presidente de Nicaragua entre 1990 y 1996.

Violeta Barrios de Chamorro recibió el mandato de Daniel Ortega, en medio de riesgos y tensiones de extraordinaria complejidad con el sandinismo, que continuaba detentando mucho poder, entre ellos, nada menos que el control de las Fuerzas Armadas. Persuadido por doña violeta, Humberto Ortega, hermano de Daniel Ortega, continuó al frente del Ministerio de la Defensa y dio inicio a su proceso de reducción, institucionalización y profesionalización. Algo más que es pertinente recordar ahora: durante la mitad del gobierno de su madre, Carlos Chamorro Barrios continuó dirigiendo Barricada.

Los seis años de la Presidencia de Violeta Chamorro siguen siendo una referencia para los demócratas de Nicaragua y del mundo. Durante las dos guerras que la habían precedido –la de las fuerzas de la guerrilla en contra del régimen de Somoza y, a continuación, la de los llamados ‘Contra’ enfrentados al FSLN– murieron entre 66.000 y 68.000 nicaragüenses. Bajo la Presidencia de doña Violeta se inició el proceso de reconciliación, se echaron las bases de una democracia fundada en la separación de los poderes, se establecieron las garantías para la libertad de expresión, se devolvieron propiedades que habían sido expropiadas, se dieron pasos fundamentales para la recuperación económica y en imágenes que dieron la vuelta al mundo se destruyeron miles y miles de armas.

Esta recapitulación es útil para mostrar cómo el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo no solo ha actuado en contra de quienes fueron aliados fundamentales –como el caso emblemático del periodista Carlos Barrios Chamorro–, sino lo que es más grave aún, ha destruido las bases de una democracia que había logrado la convivencia entre sectores de la sociedad que se habían enfrentado con las armas. No exageran aquellos que afirman que está en marcha la instauración de una dictadura de carácter policial, militar y familiar, y el regreso a una sociedad polarizada, dominada por la violencia.

El recurso que Ortega y Murillo han levantado ha sido el de calificar las protestas espontáneas que se originaron en todo el país, al que siguieron denuncias y posiciones de prácticamente todos los sectores organizados de la sociedad, como un intento de golpe de Estado. Esta acusación, desmentida por los hechos y también por personas de la relevancia de Rafael Solís, ex magistrado al Tribunal Supremo de Justicia de Nicaragua, y uno de los hombres fundamentales del entramado político e institucional controlado por el FSLN que renunció el pasado 10 de enero con una carta pública enviada desde Costa Rica, ha sido la excusa para desatar un sistemático programa de represión y destrucción de las libertades.

A las denuncias de ciudadanos, partidos políticos, medios de comunicación, gremios empresariales, sindicatos, Iglesia católica, universidades y, muy importante, de ONG defensoras de derechos humanos, el régimen ha respondido con amenazas, allanamientos, destrucción de oficinas, detenciones, ataques de grupos paramilitares, juicios y expulsiones. Ha convertido una parte sustantiva de la sociedad nicaragüense en enemiga de hecho. Desde abril de 2018, sin escrúpulo alguno, Ortega y Murillo han exhibido la estrecha alianza –semejante a la situación venezolana– de un poder que tiene alianzas con bandas delictivas para castigar a los opositores. La expulsión de la Alta Comisión de los Derechos Humanos de la ONU, de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, o las detenciones de los periodistas Miguel Mora y Lucía Pinedo, ratifican que la seguridad jurídica, la institucionalidad, el debido proceso y las garantías fundamentales de los ciudadanos han sido vulneradas. De hecho, en la Corte Penal Internacional están en curso expedientes sustentados que demuestran que los crímenes a cargo de las fuerzas gubernamentales fueron deliberados.

Los mensajes y señales que ha emitido el gobierno hasta ahora siguen evidenciando poca voluntad de hacer efectivo un diálogo y negociación política que represente un nuevo horizonte para Nicaragua. Es fundamental considerar que se trata de una maquinaria en la que el FSLN, el Estado y la pareja Ortega y Murillo se confunden, hasta perder por completo la identidad democrática. Es un Estado y unas fuerzas militares y paramilitares que responden al poder concentrado e implacable de una pareja y sus familiares.

Los relatos que desde su exilio en Estados Unidos ha hecho Ligia Ivette Gómez, ex funcionaria del Banco Central de Nicaragua, son reveladoras de la desaparición de los límites. El 27 de septiembre de 2018, ante la Comisión de Derechos Humanos Tom Lantos, presidida por James McGovern, senador del partido Demócrata, Gómez mostró el modo cómo la cúpula dicta órdenes, ejerce el control de cada pieza del entramado de Estado, amenaza a los funcionarios, elaboran listas de enemigos o disidentes, los obligan a movilizarse y cuando se resisten se les acosa, aísla, despide y hasta se les aprisiona.

Un pronóstico terrible: hay dirigentes nicaragüenses que han advertido que de seguir las cosas bajo el estatuto actual, los riesgos de nuevos enfrentamientos mortales podrían desatarse en cualquier momento. Hay quienes han hablado de una potencial guerra civil en una nación donde la violencia política ha sido reiterada. Con una oposición democrática dividida y desarticulada, más de 500 presos políticos, y un gobierno ocupado en perseguir y matar, la urgente e insustituible necesidad de un diálogo luce, en lo inmediato, incierta.

El pasado 5 de marzo, las noticias sobre los resultados de la cuarta jornada de negociaciones entre gobierno y oposición no son alentadoras. La Iglesia Católica anunció su retiro de las sesiones por considerar que su presencia no es imprescindible. Además, según un vocero de la Iglesia, no han recibido invitación de las partes para actuar como mediadores. De acuerdo con la síntesis publicada por el diario La Prensa, hasta el lunes 4 no se había logrado definir el contenido de las bases, cuya principal dificultad consiste en acordar el papel que tendrán los testigos y acompañantes de las negociaciones. Ortega insiste en que los obispos, la OEA y la ONU no deben participar en los diálogos.

En los años 2016 y 2017, el crecimiento de la economía fue de 4,7 y 4,5, respectivamente. La violencia tuvo consecuencias: el PIB cayó 4 puntos en 2018 y las expectativas para 2019 oscilan entre malas, muy malas y pésimas. Hay proyecciones que señalan que la pobreza, que afecta a más de un tercio de la población está creciendo otra vez. Cuando se comparan las tasas de productividad agrícola de Nicaragua con las de Guatemala y Honduras, por ejemplo, las preocupaciones resultan justificadas, en un país donde la mitad de la población tiene menos de 25 años de edad. Las actividades de la construcción, el turismo y el comercio se han desplomado. La fuga de capitales es alarmante. Hay temor con respecto al posible crecimiento del desempleo.

El Banco Mundial dijo recientemente que la situación del país podría empeorar en los próximos meses. Y el propio gobierno ha emitido una comunicación que pide a la sociedad nicaragüense prepararse para tiempos peores, lo que reitera que, en lo inmediato, no quieren ceder.

Las encuestas señalan que el FSLN y el orteguismo mantienen todavía un apoyo, nada despreciable, de 30%. Pero, del otro lado, casi 70% lo rechaza y 54% reclama elecciones anticipadas. Las tareas que esperan a Nicaragua tienen un carácter más fundacional que correctivo. Hace falta un acuerdo que comience por una reforma electoral. La era de cambios no tendría la legitimidad necesaria si ellas no fuesen el resultado de un proceso electoral.

La extrema politización del Poder Judicial estimula a personas calificadas a exigir una reforma más amplia, de carácter constitucional, que tenga como finalidad establecer la separación de los Poderes Públicos. La recuperación institucional debería incluir a las Fuerzas Armadas, que están obligadas a encarar el desarme de los grupos paramilitares. De lo contrario, recuperar la paz en los próximos años será imposible.

@lecumberry


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