Entre las muchas informaciones de 2018, las derivadas de la caravanas de emigrantes centroamericanos estuvieron entre las de mayor resonancia. En fecha emblemática para América Latina y España, el 12 de octubre, 160 hondureños –con niños entre ellos– se reunieron en una estación de buses de San Pedro Sula, la segunda ciudad de Honduras, para marchar hacia el norte huyendo del hambre y la criminalidad. Algunos aspiraban a quedarse en México; otros, continuar hacia Estados Unidos. Se corrió la voz. Al día siguiente, al momento de partir, se congregaron alrededor de 1.000 personas. En su recorrido hacia la frontera se les sumaron más. A esta primera caravana le siguieron otras 4: una desde Guatemala y 3 de El Salvador. Los distintos grupos sumaron más de 7.000 caminantes.

Durante días, medios de comunicación de todo el mundo reportaron, hora a hora, el avance de las romerías. Numerosos periodistas se sumaron y experimentaron por sí mismos las diarias dificultades padecidas a lo largo del trayecto. Las historias de las madres con bebés en sus brazos son sobrecogedoras. Quien da inicio a un recorrido de más de 3.000 kilómetros, con no más que pan, bananos y una botella de agua en la mochila, expuesto a las intemperancias del clima, el hambre, la sed y la enfermedad es un ser humano desesperado, que se pone en movimiento porque guarda un resquicio de esperanza, la de encontrar un lugar mejor. Tal como ha advertido Acnur, el deseo de abandonar el país es más fuerte que el peligro de violaciones, robos y muertes que los zetas –grupos asociados al Cartel del Golfo que desde los noventa se dedican al narcotráfico, la extorsión y el secuestro– perpetran contra los migrantes, a menudo con apoyo y hasta protección de funcionarios policiales.

De las numerosas crónicas es difícil olvidar los relatos de la ejemplar solidaridad activada al paso de la caravana en poblados rurales, dispersos y paupérrimos. Mientras Trump profería amenazas y falsas acusaciones –una de ellas, que la caravana era tapadera de terroristas–, familias muy pobres de Guatemala y México ayudaban a los peregrinos a paliar el hambre y la sed.

Un alto prelado de la Iglesia hondureña afirmó que unas 300 personas abandonan el país cada día. Honduras tiene un territorio de 112.000 kilómetros cuadrados y una población superior a los 9 millones de habitantes. Más de 6 millones de los cuales viven en pobreza. A su vez, 2 tercios de esta cifra, unos 4 millones de personas, padecen pobreza extrema, en un ambiente de falta de empleo, un sistema educativo asolado por la precariedad y, esto es clave, en presencia de discriminación racial. A mediados de 2018, el Fondo de Población de Naciones Unidas reconoció las desventajas “evidentes” que afectan a los jóvenes afrodescendientes y a las etnias indígenas en asuntos fundamentales como educación, salud y oportunidades económicas.

Aunque es una situación muy divulgada, es preciso aludir a la violencia, principal detonante de la migración forzada de las familias hondureñas. Hasta 2016, Honduras encabezaba el ranking de los países más violentos del mundo. En 2017, San Pedro Sula era, después de Caracas y Acapulco, la ciudad más peligrosa del planeta, con 112 asesinados por cada 100.000 habitantes. En el listado le seguía La Ceiba, con 91 muertos por cada 100.000 habitantes y luego Tegucigalpa, la capital, con 85 muertos por 100.000 habitantes.

Y, aunque las autoridades reportan un decrecimiento de la mortandad, en 2018 y lo que va de 2019, las cifras siguen siendo escandalosamente altas, semejantes a las de Guatemala y El Salvador. No se trata solo de la cantidad de asesinados. Las pandillas violan a niñas y jóvenes, obligan a los adolescentes a incorporarse a sus filas, extorsionan a los transportistas y trafican con drogas. Las maras o pandillas ejercen un sistema de vigilancia sobre las familias de sus propios barrios. Las amenazan, extorsionan y obligan a esconder armas, drogas o a delincuentes. Aún peor, secuestran muchachas para convertirlas en esclavas sexuales.

Hay barrios de Tegucigalpa, San Pedro Sula y La Ceiba donde la compra y venta de drogas –especialmente, crack y cocaína– ocurre en las calles, a la luz del día, y participan menores de edad que operan asociados a redes de prostitución. A ello habría que sumar las matanzas resultado de las luchas territoriales entre bandas. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito ha estimado que en Honduras hay 12.000 pandilleros, mientras que la policía asegura que son ¡25.000!, incluyendo a quienes, sin ser miembros, integran sus redes de colaboradores.

Muchos de los delincuentes de las bandas más famosas –como Barrio 18, Mara Salvatrucha o MS13– operan más allá del país. Como se sabe, Honduras es una importante estación de paso de la droga que, originada en Colombia, llega en avionetas desde distintos puntos de Venezuela. Autoridades de Estados Unidos y otros países, así como expertos y funcionarios de distintos organismos multilaterales han denunciado el vínculo entre el venezolano Cartel de los Soles y el hondureño Cartel del Atlántico. Muchas de estas operaciones tienen el nefasto efecto colateral de corromper los cuerpos policiales.

Lo más grave de la multiplicación de pandillas no se limita a su cantidad y capacidad de generar víctimas. Lo medular es que han instaurado una subcultura en muchos barrios centroamericanos, a partir de la cual quien entra en una mara difícilmente saldrá de ella. Los rituales de iniciación, el lenguaje, los mensajes contenidos en los tatuajes, los modos de organizarse, los sistemas de jerarquía y lealtad, la práctica del terror, los códigos y obligaciones, no son exclusivos de sus miembros, sino que permean hacia la sociedad. La pandilla es vector de un mensaje fundamental: vivir es desconocer toda forma de autoridad e imponer la fuerza a quienes viven alrededor. A pesar de los esfuerzos de distintas autoridades para controlarlas, reflejados en pequeñas disminuciones de los asesinatos, Honduras –como El Salvador y Guatemala– está muy lejos de lograr una reducción sustancial de la violencia.

En 2014, el presidente Obama promovió la creación de la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, dirigida a Guatemala, Honduras y El Salvador. Era la respuesta gubernamental a la llamada crisis de los niños migrantes. Joe Biden, entonces vicepresidente, se reunió con los mandatarios de los 3 países y anunció una inversión de casi 200 millones de dólares para atender las causas de las migraciones. El programa pretendía, además de fomentar la integración regional, aumentar las oportunidades para los habitantes de los 3 países mediante dinamización del sector productivo, impulsar el capital humano, mejorar la seguridad y fortalecer las instituciones, lo que equivalía a profundizar la democracia. La respuesta del gobierno de Trump a la problemática migratoria, ratificando la lógica predominante de la exclusión, fue la de anunciar una reducción de las ayudas comprometidas, e incluso no ejecutar recursos presupuestados para esa política de cooperación.

En noviembre de 2017, tras cambiar la Constitución para hacer posible su reelección, Juan Orlando Hernández fue elegido para un segundo período como presidente de Honduras. Las irregularidades denunciadas por el candidato rival condujeron a la OEA a recomendar la repetición de los comicios, pero ello no fue escuchado. Hernández, juramentado en enero de 2018, en medio de protestas, gobernará hasta 2022.

Rodeado de escándalos, entre ellos el de un hermano vinculado al narcotráfico, el presidente Hernández intenta generar gobernabilidad en el país. Un ejemplo es el acuerdo firmado entre empresas, sindicatos y gobierno, el pasado 8 de enero, sobre los salarios que regirán para 1,8 millones de personas. La escala de aumentos, que va de 4,7% a 7%, además de paliar el impacto de la inflación (de 4,2% en 2018), destaca por el hecho de ser resultado de un acuerdo. En líneas gruesas, en un escenario de extendida pobreza, la economía creció 3,8% en 2018, menos que el 4,2% alcanzado en 2017.

Con tasas de crecimiento que oscilan entre 3% y 4%, Honduras difícilmente logrará reducir la pobreza de forma significativa. Por una parte, está el inmenso lastre de la violencia sobre el producto interno bruto, que sobrepasa 6,5%. A eso debe añadirse las imprevisibles secuelas del cambio climático. La agricultura es el principal bastión de la economía hondureña. Entre 54% y 55% de sus exportaciones dependen de productos como café, bananos, aceite de palma, frutas, cacao, azúcar, maderas y otros. En los años recientes, algunos cultivos han comenzado a decrecer de forma dramática como resultado de violentos ciclos de sequía e inundaciones. Lo ocurrido con el maíz puede dar una idea del peligro: en 2018 se perdió 80% del cultivo. Los expertos son categóricos: Honduras es el país más afectado del mundo por el cambio climático, por lo que enfrenta el riesgo real de una situación de hambre en los próximos tiempos.

Estas son las realidades que Honduras y su dirigencia deben afrontar en el presente y el futuro inmediato. La caravana de unos 500 migrantes que, a pie y bajo la lluvia, arrancó rumbo a Estados Unidos la noche del 14 de enero, permite suponer que este fenómeno continuará produciéndose. Hasta ahora, los intentos de las autoridades hondureñas –también de Guatemala– de “convencer” a los migrantes de no cruzar hacia México no han tenido éxito. El Banco Mundial ha advertido que la situación probablemente empeorará. Esto significa que más hondureños intentarán ingresar a Estados Unidos en los próximos meses y años.

La pregunta por el futuro de Honduras no admite respuestas parciales. Muchas cuestiones tendrían que articularse para crear condiciones básicas que permitan cambiar el destino de los 6 millones de personas cuyas vidas se debaten entre el hambre, las pandillas y la intemperie del camino hacia Estados Unidos. Diversificar la economía, crear programas de inversión en zonas críticas, despolitizar el Poder Judicial y la administración pública, depurar los cuerpos policiales y cerrar el territorio al narcotráfico, castigar la corrupción, reformar la ley electoral, aprobar medidas de protección del medio ambiente, reforzar la calidad de la educación, ejecutar acciones urgentes hacia los sectores discriminados, y muchas otras medidas necesarias, solo podrán implantarse si la política lo permite. Esto es, si la clase política redefine su papel, reconoce las prioridades de la población, si hace posible el fortalecimiento de las instituciones y garantiza que la corrupción y las violaciones de las leyes serán castigados.

Por su parte, la política exterior de Estados Unidos debe profundizar la cooperación económica y para el desarrollo. El inventario de oportunidades económicas que ofrece Honduras, como toda Latinoamérica, ha sido subestimado. No es un costoso muro en la frontera sur de Estados Unidos, sino la reducción de la pobreza y la violencia las claves para revertir los movimientos migratorios. La estabilidad institucional y la prosperidad económica de Honduras, sin duda, le traerá beneficios a ese país y no menos a Estados Unidos.

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