El 30 de noviembre de 2018 en la noche se inició el camino hacia la muerte de Jakelin Amei Rosmery Caal Maquin. Luego de un duro recorrido, que se prolongó por siete días, el jueves 6 de diciembre, la niña, su padre y centenares de otras personas ingresaron en territorio estadounidense y se entregaron a las autoridades. Dos días después, el sábado 8 de diciembre, miembros de la patrulla fronteriza informaron al padre que la pequeña había fallecido. Dos semanas más tarde, el 24 de diciembre en la noche, se originó otra tragedia semejante: Felipe Gómez, de 8 años de edad, murió después de haber cruzado la frontera. Ambos habían huido de Guatemala. Ambos habían realizado una travesía de más de 3.000 kilómetros en condiciones de hambre, penuria y frío extremos. Ambos murieron en situaciones que hacen legítima la pregunta por la respuesta sanitaria que recibieron y por la deshumanizada política migratoria que Donald Trump ha puesto en marcha, con el apoyo del Partido Republicano.

Como tantos otros guatemaltecos, Jakelin y Felipe huían de la pobreza inclemente en la que viven los poblados mayas, donde no hay educación ni servicios médicos ni inversiones de ningún tipo. Académicos y miembros de ONG han advertido que el racismo sigue vivo en Guatemala, y que los mayas, que constituyen no menos de 40% de la población, sobreviven bajo “un apartheid de facto”. Se ha denunciado que detrás de esta realidad está el objetivo de expulsarlos de sus tierras para dedicarlas a la producción de aceite de palma. La combinación de abandono y violencia, en un plazo no muy lejano, podría lograr este resultado a un costo de vidas muy grande.

Guatemala es el país más poblado de Centroamérica. En un territorio que no alcanza los 110.000 kilómetros cuadrados habitan 17 millones de personas. Diversos cálculos sostienen que la mitad de la población vive en condiciones de pobreza extrema, a pesar de que el país ha presentado cifras de sostenido crecimiento, desde hace unas cuatro décadas. La desnutrición extendida y crónica, el alto índice de mortalidad materno-infantil y niveles de consumo por debajo de las mínimas necesidades sugieren que la economía sigue siendo deficitaria con respecto a las necesidades de los guatemaltecos, y que la redistribución del crecimiento tiene un comportamiento negativo: solo beneficia a un número muy reducido de personas.

En efecto, desde los años ochenta, Guatemala viene creciendo a un promedio de 3% anual. En 2015 la tendencia experimentó un pico y alcanzó 4,1%. Desde ese momento ha comenzado a decaer paulatinamente. Entre 2007 y 2014 la inversión extranjera pasó de 20.8 al 12.2 del PIB. En 2018 se originó una contracción de la economía a 2,8% y son muchos los que se están preguntando si lo que cabe esperar, de aquí en adelante, es el fin de un ciclo que, aunque modesto, ha sido positivo. La baja de la producción petrolera en 2018, de 5% con respecto a 2017, es otra fuente de preocupación para los ciudadanos.

De acuerdo con lo señalado por la Asociación de Investigación y Estudios Sociales, en Estados Unidos viven alrededor de 3 millones de guatemaltecos, en su mayoría, en condición ilegal. En los últimos años, la importancia de las remesas ha crecido de forma considerable. En 2010 sumaron 4,12 millardos de dólares. El cálculo correspondiente a 2018 se ha duplicado: alrededor de 8,5 millardos de dólares, lo que equivale a casi 11% del PIB. Es un dato fundamental contabilizar que las remesas constituyen la segunda fuente de ingresos del país. La impotencia de la economía se hace patente en estas 2 cifras: cada año se incorporan 200.000 jóvenes al mercado laboral, pero la oferta no supera los 25.000 puestos de trabajo. Las encuestas señalan que 75% de los jóvenes quiere emigrar.

Como muchos lectores recordarán, Guatemala sufrió una guerra civil entre 1960 y hasta 1996. Entre 250.000 y 300.000 personas perdieron la vida o desaparecieron. Más de 100.000 fueron desplazadas y miles de hectáreas fueron arrasadas. Luego de la firma de paz, el país quedó sembrado de armas. Una parte de esas armas terminó siendo uno de los activadores de la violencia que está diezmando a la sociedad guatemalteca.

El 14 de mayo de 2018, numerosos diarios de todo el mundo celebraron la que se adoptó como una noticia insólita: el día anterior no se originó ni un solo asesinato en Ciudad de Guatemala, una de las urbes más peligrosas del mundo. Mientras la nación tiene un promedio de 26 muertos por cada 100 habitantes –cifras de entes no gubernamentales sostienen que el promedio es de 32–, en la capital la tasa se eleva a 75 personas: aumenta casi 3 veces. Esta violencia genera un costo superior al 8% del PIB.

Con el telón de fondo de una pobreza extendida, y sin esperanzas, una serie de fenómenos se ha ido solapando para agravar la situación: un mercado ilegal de armas de fácil acceso; cuerpos policiales en los que abundan los socios o cómplices de los delincuentes; un sistema judicial cada vez más frágil, politizado y burocrático, y decenas de miles de jóvenes que carecen de expectativas con respecto a su futuro se articulan como una fábrica de pandilleros, especialmente en Ciudad de Guatemala.

Un documento del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales señalaba en febrero de 2018, que aproximadamente 15.000 personas –en su gran mayoría jóvenes– forman parte de las pandillas. De esa cantidad, solo 10% está en prisión. El reporte llamaba la atención sobre un hecho sorprendente: no hay estadísticas oficiales sobre esta grave y urgente problemática. Una serie de factores, “hombres jóvenes marginalizados, crecimiento urbano desordenado, familias disfuncionales que perpetúan los ciclos de violencia, desempleo, pobreza relativa, escasa legitimidad del Estado, ineficiencia policial y judicial, abuso de drogas, alcohol, porte de armas, legitimación del uso de la violencia” concurren para potenciar delitos y acciones violentas. El diario La Hora de Guatemala afirmaba en 2015, que el número superaba los 19.000 pandilleros. La mayoría de las fuentes coinciden en que el Estado guatemalteco no ha logrado establecer políticas preventivas eficientes.

Las denuncias formuladas por ONG, gremios, analistas de distintas especialidades, dirigentes sociales y medios de comunicación sobre las condiciones de las instituciones no se limitan al sistema judicial. De acuerdo con las mismas, hay un burocratismo exacerbado en la inmensa mayoría de los despachos, procedimientos que alientan la corrupción, entidades sometidas a la influencia perniciosa de la política, presupuestos que están lejos, muy lejos de poder dar cobertura básica a las necesidades de la población. No es exagerado afirmar que lo peor de la política, sus modos más opacos, se han extendido de un modo casi incontrolable. El asesinato de seis periodistas en 2018 y la constante práctica de amenazar a medios de comunicación y profesionales de la información constituye una revelación de las profundas conexiones que están vigentes entre corrupción y violencia. Guatemala es uno de los países del continente donde ejercer la obligación de informar puede pagarse con la vida, y donde los vínculos entre políticos y empresarios pueden ser fuente de enormes distorsiones.

Ninguno de los desafíos que el país centroamericano tiene por delante es menor. Su inversión en salud, menor a 3% del PIB; la calidad de su sistema educativo, cuyos resultados son simplemente alarmantes; el estado de su vialidad; los riesgos que el país afronta como consecuencia del cambio climático; la falta de eficaces estímulos que hagan posible la inversión del sector privado; todas son, en buena medida, secuelas de un país agobiado por las confrontaciones y la voracidad de la política.

El 14 de enero de 2016, Jimmy Morales Cabrera asumió la Presidencia de Guatemala. Las denuncias de corrupción que había hecho la Comisión Internacional en contra de la Impunidad en Guatemala, creada en 2006 producto de un acuerdo entre la ONU y el gobierno de entonces, favoreció el ascenso de Morales al poder. El 2017 aparecieron las tensiones entre Morales y el Cicig. Durante 2018 estas se hicieron abiertas y pasaron al terreno de la confrontación pública. El detonante fue la investigación puesta en marcha por la entidad, relativa al financiamiento ilegal de la campaña electoral de Morales, que lo señala a él, a su hermano y a un hijo.

Para evitar que la investigación llegara hasta el final, Morales inició una guerra política, legal y comunicacional que cruzó este extremo: lo enfrentó a la Corte Suprema de Justicia, que dictó medidas para salvaguardar la legalidad y la actividad del Cicig. Se originaron manifestaciones callejeras a favor del Cicig y de su titular, el fiscal Iván Velázquez Gómez. La opinión pública guatemalteca se polarizó alrededor de este caso. António Guterres, secretario general de la ONU, emitió una declaración ratificando el apoyo del ente multilateral al organismo investigador. Morales desconoció las medidas de la Corte Suprema de Justicia y el pasado 7 de enero rompió unilateralmente el acuerdo con la ONU y canceló la operación del Cicig. El gobierno les acusa de haberse extralimitado en sus funciones, politizado su gestión y de constituir un peligro para la gobernabilidad del país. A lo largo de un poco más de una década de actividad, la Cicig realizó investigaciones que implicaron a más de 600 personas en delitos de corrupción.

La medida tomada por el presidente Morales probablemente no cierre el capítulo. Norma Torres, congresista del Partido Demócrata, de origen guatemalteco, ha dado unas claras declaraciones al respecto: lo que está en juego es el Estado de Derecho. Jimmy Morales ha saltado por encima de la decisión de la Corte Suprema de Justicia, ha roto con un proyecto fundamental que su país mantenía con la ONU, para protegerse y proteger a su familia. La pregunta que deriva de todo lo anterior no se refiere solo al futuro de Morales, sino muy especialmente al impacto que el caso tendrá en el futuro inmediato de Guatemala.

He leído a analistas que sostienen que la imagen de Jimmy Morales ha sido afectada frente a la mayoría de los guatemaltecos. El próximo mes de junio, cuando se realice el proceso electoral, se comprobará si el reconocimiento que las encuestas le atribuyen al Cicig afecta a Morales hasta el punto de impedirle ser reelegido. Existe una alta probabilidad de que Morales deba enfrentar la candidatura de la jurista Thelma Aldana, quien se desempeñó como fiscal general y jefa del Ministerio Público hasta mayo de 2018. Aldana, que goza de notoria popularidad como adalid anticorrupción, apareció en 2017 como una de las personas más influyentes en el mundo, según la revista Time.

Desde hace algunos años, voces calificadas vienen repitiendo que Guatemala está en camino de convertirse en un Estado fallido. En la sociedad guatemalteca hay corrientes de opinión cada vez más amplias, que guardan una argumentada desconfianza hacia las instituciones. La realidad de la corrupción, que se ha ramificado hacia los distintos poderes, los sindicatos, los tribunales, los cuerpos de seguridad y hacia los numerosos estamentos de la administración pública, dificulta el salto que el país demanda: las políticas públicas no revierten las dificultades, la ayuda internacional se reduce por la desconfianza, los inversionistas no se atreven, los ciudadanos sobreviven en un ambiente que carece de garantías, la lucha en contra de la corrupción –no me refiero con esto al Cicig– es utilizada por otros corruptos para alcanzar posiciones de poder.

Lo que Guatemala necesita, en lo fundamental, es que se rompa el paradigma de ciudadanos y sociedad versus instituciones. El sentimiento de que la economía solo provee beneficios a unos pocos y que el resto está condenado a vivir sin esperanzas, puede actuar como una bomba de relojería: hacer estallar la democracia, desatar una violencia todavía más sangrienta, alimentar el racismo, hacer todavía más difícil la convivencia. En vez de romper el pacto con la ONU y liquidar la Cicig, quizás lo conveniente sea renovar el pacto nacional en contra de la corrupción, crear un enorme programa de inversiones dirigido al alivio de la pobreza, establecer códigos para garanticen que las instituciones cumplan con su cometido. Si se evade esa urgente tarea, cualquier día Guatemala podría ser protagonista de muy malas noticias para la democracia y la libertad.


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