Probablemente no hay en otro país de América Latina donde la cuestión de la memoria histórica ocupe ahora mismo un lugar tan central en el debate público. Como el lector recordará, el 2 de octubre de 2016, cuando se sometió el Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto, entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC- y el gobierno encabezado por Juan Manuel Santos, sorpresivamente, el rechazo al acuerdo se impuso con 50,21% de los votos, muy al contrario de lo que decían las encuestas. Fue un triunfo por una pequeña diferencia, ya que los votos favorables al acuerdo fueron de 49,79%.

Varios analistas señalaron que el resultado fue producto del exceso de confianza y falta de movilización por parte del gobierno de Juan Manuel Santos en su estrategia electoral frente a la consulta popular. Otros dijeron que el resultado fuese tan estrecho vino a ratificar una tendencia, según ellos, cada vez más profunda y decisiva en la vida política de Colombia: la polarización entre grandes bloques de izquierda y derecha.

Otros intérpretes, quizás más acuciosos, advirtieron que, precisamente en ese punto, pudo radicar el descuido o error estratégico del gobierno de Santos, que no evitó que un debate que ha debido centrarse en la decision de vivir en paz tras seis décadas de conficto, se inscribiera como un capítulo más de un debate ideológico de carácter general.

Sin duda, la polarización encontró asidero en la polémica lectura de algunos aspectos del acuerdo, presentados como un perdón que iba más allá de lo tolerable, particulamente la reinserción plena a la vida política de los líderes de la guerrilla, tema al cual supo sacar punta la potente e influyente figura del ex presidente Álvaro Uribe Vélez.

En el debate de la memoria histórica, como es previsible, son muchos los delicados asuntos en juego. Pero el quid de la cuestión, tal como lo han descrito varios importantes académicos y analistas, es si la violencia política que ha ensangrentado la vida pública de Colombia en las últimas seis décadas, aproximadamente, debe entenderse como una agresión de grupos armados, indisociables de prácticas terroristas y del narcotráfico, que han actuado en contra del Estado de Derecho; o si debe ser entendido como una guerra civil que se produce en el marco de una respuesta de oprimidos hacia sus opresores. Entre estas dos interpretaciones hay una serie de otras numerosas variantes que hacen todavía más abigarrado el tablero de la opinión pública.

Entre las más espinosas lecturas, aquellas según las cuales existe un entramado existencial tejido a lo largo de los años entre el ilícito del narcotráfico y los grupos insurgentes, o al menos algunos de estos. Es preciso recordar que, al menos dos importantes movimientos armados insurgentes, las FARC y el ELN, siguieron en conflicto contra el Estado después del proceso de pacificación que intentó el ex presidente César Gaviria a través de la Constituyente, que desmovilizó e incorporó a la vida democrática al potente M-19. La incertidumbre sobre el proceso pacificación y el santuario ofrecido por el régimen de Nicolás Maduro a sectores de la guerrilla colombiana -principalmente el ELN- en territorio venezolano, son amenazas ciertas que se ciernen sobre la estabilidad de la región, siendo preciso reconocer el impacto que sobre todo ello tiene la economía del narcotráfico, cuya penetración alcanza sectores gubernamentales, judiciales y militares en toda la región.

Esta confrontación, esta lucha de relatos históricos y sociopolíticos, no se refiere de forma limitada al análisis de lo ocurrido en los últimos tiempos, sino que se remonta al origen mismo del conflicto. De acuerdo con el notable informe presentado por el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre el 1° de enero de 1958 y el 31 de julio de 2018, 262.197 personas perdieron la vida: 215.005 civiles y 46.813 combatientes. El número de víctimas, entendiendo por ello no solo a los asesinados, sino también a los heridos, desaparecidos, desplazados, familias que perdieron sus viviendas y propiedades, secuestrados, personas violadas o abusadas de alguna manera, suman casi 8 millones, según otras fuentes calificadas.

No solo cabe señalar que la sociedad está dividida frente al acuerdo, sino que los ataques recientes del Ejército de Liberación Nacional -ELN-, cuya fuerza militar se habría incrementado en los últimos tiempos -de unos 1.300 habrían crecido hasta contar hoy con unas 1.900 personas en armas-, la aparición de grupos disidentes de las FARC que no acogerán al acuerdo, todo ello sumado a la acción constante de los numerosos grupos dedicados a la producción y distribución de cocaína y otras drogas, hace más complejo el panorama y agita los temores de una parte considerable de la sociedad colombiana, que desconfía del recurso de la negociación y presiona por una política que tenga su punto focal en la represión policial, militar y judicial.

A todo lo anterior hay que añadir otra realidad que espeluzna: la matanza sistemática de dirigentes sociales. Entre 2002 y los tres primeros meses de 2019, casi 800 dirigentes sociales, especialmente comunales, han sido asesinados por grupos armados que intentan apropiarse de tierras o se proponen el control de zonas para sus actividades delictivas, o necesitan ‘liberar’ territorios para el cultivo de la hoja de coca o para la minería. Algunos de estos crímenes han ocurrido en lugares que fueron abandonados por las FARC tras la firma de los acuerdos en 2016, y que han sido ocupados por nuevos grupos de violentos.

Estos hechos, en alguna medida, dificultan el cumplimiento de los acuerdos de paz, que abarcan una serie de asuntos como la deposición de las armas, la participación política, el desarrollo agrario integral, la erradicación de las drogas ilícitas, la definición de quiénes son las víctimas del conflicto y muchos otros.

Derivado de los acuerdos fue creada la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP-, un mecanismo de justicia transicional, que tiene la responsabilidad de juzgar a los miembros de las FARC, de las fuerzas del Estado colombiano y a otros ciudadanos que hayan participado en el conflicto, hasta el 24 de noviembre de 2016. El fundamento de esta “justicia especial” es que se cometieron delitos tan graves que califican como delitos de lesa humanidad, que no pueden ser objeto de indultos o amnistías. La acción de la JEP debería garantizar el derecho de las víctimas a la justicia, que con énfasis en estos mecanismos de transición y pacificación suele estar en la reparación moral y económica de las victimas y no en la criminalización de los protagonistas del conflicto.

El pasado 11 de marzo, la Secretaría Jurídica de la Presidencia de la República presentó ante el Congreso el documento que contiene objeciones a 6 de los 159 artículos de la Ley Estatutaria de Jurisdicción Especial. El presidente Iván Duque ha insistido en que dichas objeciones se refieren a aspectos muy específicos, y que no constituyen un desafío ni al Poder Legislativo ni al Poder Judicial, ni mucho menos un obstáculo a la búsqueda de la paz. Además de aspectos específicos (Responsabilidad de los victimarios, Rol de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, Acción Penal, No limitar la acción de la justicia ordinaria, Extradición y otros), el presidente Duque ha reiterado una posición sobre la candente cuestión de los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes: “Hay que dejar claro que los delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes no pueden ser sino competencia de la justicia ordinaria, porque no puede haber beneficio o tratamiento diferenciado alguno ante semejante atrocidad, ante semejante acto deleznable que genera rechazo moral y ético de todos los colombianos”. Ha insistido en que quienes reincidan en actos criminales deben perder los beneficios que hayan obtenido por la JEP. También, bajo la misma lógica, los delitos que se cometan después de los acuerdos, deben ser parte de la justicia ordinaria. Algunos de los auspiciantes de los acuerdos y, de la JEP, han reaccionado denunciando las objeciones del Poder Ejecutivo como un intento de bloqueo, como una acción de mala fe hacia quienes dejaron las armas y como un intento de aliviar las responsabilidades de los agentes gubernamentales. Todo el panorama anterior hace patente el alto nivel de polarización que ahora mismo impacta a los asuntos públicos de Colombia.

Lo que resulta sorprendente del caso colombiano, país cuya población ya supera los 45 millones de habitantes, es que, en medio de las turbulencias políticas, en los últimos años ha logrado mantener un crecimiento moderado. De acuerdo con las proyecciones del Fondo Monetario Internacional, la economía crecerá 3,3% en 2019, apenas por debajo de Chile (3,8%) y Perú (3,4%). Entre los años 2011 y 2016 la tendencia fue decreciente. Pero desde 2017 esta tendencia se ha revertido positivamente. Muchos analistas sostienen que, hacia 2021 o 2022, la economía podría crecer todavía más, y alcanzar tasas entre 4% y 5%.

Ese crecimiento dependerá de una serie de factores, no siempre bajo el control de las autoridades, como son los precios internacionales del petróleo o del café. Otras variables en curso como las subastas en el sector de energía, las inversiones del Estado en las regiones, un nuevo régimen de regalías que permitirá aumentar las inversiones en los municipios, sí dependerán de la gestión gubernamental y de los acuerdos que puedan gestionarse en el Congreso.

El Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 -PND-, que lleva el nombre de “Pacto por Colombia, Pacto por la Equidad”, supone inversiones superiores a los 354.000 millones de dólares. Fundado en tres pilares, Pacto por la legalidad, Pacto por el emprendimiento y Pacto por la equidad, se propone lograr un aumento del PIB, del 3,3% a 4,1%, la creación de 1,6 millones de nuevos empleos, así como el aumento de la inversión de 22% a 25,7%.

El pacto, que está conectado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, está articulado por 25 “pactos transversales”, lineamientos que describen acciones en temas como sostenibilidad; ciencia, tecnología e innovación; transporte y logística; transformación digital; Calidad y eficiencia de los servicios públicos, y recursos minero-energéticos, así como pactos de vocación social como Construcción de paz, Equidad de oportunidades, Inclusión a personas con discapacidad, Equidad para las mujeres y Gestión pública efectiva.

Si esta enorme red de políticas funciona, lo previsto es que 47% de la inversión sea destinado a cerrar la brecha social. Las metas establecidas son extraordinarias: lograr que, en el cuatrienio, 1,5 millones de personas salgan de la pobreza extrema, y que otros 3,4 millones dejen atrás la pobreza. 600.000 viviendas serán refaccionadas y la educación superior alcanzará una cobertura de 60%, lo que supone que más de 330.000 jóvenes de hogares pobres ingresarán, de forma gratuita, a las universidades. La expectativa prevista en relación con el desempleo también es notable: de un desempleo alrededor de 12,3%, de cumplirse las premisas del plan, se pasaría a una tasa de 7,9%, lo que constituiría un hito en la economía del país, históricamente aquejada por una demanda de empleo que supera la oferta.

Pero algo cabe destacar. Si Colombia alcanza la pacificación en la compleja coyuntura que transita, el dividendo fiscal y económico de la paz sería un importante impulso para su economía. El gasto militar del Estado colombiano, asociado al conflicto, es de 3,7% del PIB, el más alto en términos relativos de Latinoamérica. Una reconducción de un par de puntos del PIB hacia la inversión en infraestructura, junto al gasto asociado a las reparaciones posconflicto, no cabe duda que serían un elemento muy positivo -además de la seguridad y certidumbre que ofrece la pacificación misma- para la economía y desarollo de Colombia.

Entre los muchos desafíos por resolver, que competen al gobierno y a la sociedad organizada de Colombia, quisiera destacar cuatro. El primero de ellos, la cuestión del alarmante crecimiento de la producción de cocaína que está experimentando Colombia. De las 78.000 hectáreas reportadas en 2012, la producción ha venido creciente a un ritmo anual muy alto, al punto de alcanzar las 209.000 hectáreas en 2017: casi se ha triplicado en apenas cinco años. En un reportaje de CNN en Español, lo graficaban de esta forma: equivalen a 253.000 canchas de fútbol. Estados Unidos y otros países han venido expresando públicamente su preocupación por el fenómeno que ha sido llamado “el regreso de la cocaína a Colombia”. El 11 de abril, con su desafuero característico, Donald Trump arremetió contra los gobiernos de Colombia, Honduras, Guatemala y El Salvador, por el aumento del ingreso de drogas y delincuentes a Estados Unidos.

El segundo tema, también objeto de controversias, se refiere al tema de si Colombia autorizará o no el uso de la técnica del fracking en la producción de hidrocarburos. Tal como ha ocurrido en otros países -Argentina, Alemania y Francia-, donde las consecuencias ambientales del método han provocado el rechazo de los legisladores, son numerosos los sectores que se oponen -incluyendo al propio presidente Duque, que están movilizados en contra de esta aprobación. Una comisión de expertos independientes, sin que ello sea vinculante, recomendó en febrero avanzar con unos “proyectos pilotos integrales”, bajo el cumplimiento de ciertos parámetros técnicos, en un pequeño número de pozos ubicados en la región del Magdaleno medio.

Las promesas de los promotores del fracking no son despreciables: la producción actual de casi 900.000 barriles diarios se incrementaría en 50% y las reservas se podrían hasta triplicar. Esto otorgaría a Colombia autosuficiencia energética por tres décadas. Las advertencias no solo se limitan a los peligros medioambientales, -como el de contaminación de las fuentes hídricas- sino también al impacto socialdelincuencia, drogas, prostitución- que esas explotaciones podrían generar en las zonas donde se pongan en marcha.

El tercer desafío al que me debo referir: la avalancha migratoria de venezolanos, que todavía no se detiene, y que amenaza con continuar en las próximas semanas y meses. He tenido la oportunidad de escuchar a varios demógrafos y economistas que han evaluado el fenómeno. Sostienen que esa migración no es transitoria, que no está concentrada en las grandes ciudades, sino distribuida en centenares de pueblos y ciudades medianas y pequeñas. Hasta ahora, la presencia de venezolanos en el mercado laboral no parece haber afectado negativamente la disminución del desempleo. En el criterio de los expertos, el principal problema se concentra en el impacto que más de 1,1 millones de personas podrían causar en los servicios de salud, lo que podría exigir inversiones extraordinarias que no estaban previstas, en esa magnitud, ni en 2017 ni en 2018.

El tema migratorio colombo-venezolano tiene, además, un antecedente que debe resaltarse: desde la década de los setenta hasta los noventa, Venezuela fue país receptor de un inmenso contingente de población colombiana, en buena parte desplazada por el conflicto y la pobreza hacia una Venezuela que, estable en lo sociopolítico, vivía una prosperidad relativa impulsada por la economía petrolera. No cabe duda de que Venezuela pudo, precisamente por ese impulso que ofrecía el petróleo, asumir esa migración -también enfrentando las dificultades de esa explosión demográfica-, y que es en parte el contingente humano hoy retorna a Colombia dada la crisis venezolana, junto a miles de venezolanos.

El cuarto tema que quiero destacar reincide en la relación colombo-venezolana, pero ahora en el ámbito económico-comercial. Venezuela y Colombia alcanzaron un intercambio de 6.000 millones de dólares anuales, haciendo recíprocamente a cada país el segundo socio comercial del otro, después de Estados Unidos en ambos casos. Eso está cambiando dramáticamente, porque además del creciente papel de China en toda la región, tenemos que el colapso económico de Venezuela ha dejado sin un mercado mil millonario al empresariado colombiano, que acumulaba un superávit comercial frente a Venezuela en ese grueso intercambio, dado que el petróleo fortalecia sistemáticamente, en tiempos de bonanza, la moneda venezolana, lo que mejoraba los términos de intercambio para la economía colombiana, per se más diversificada que la venezolana.

Más allá de las críticas que algunos sectores han formulado en relación con aspectos específicos del PND -críticas que enriquecen el debate y las visiones en juego-, y de las posiciones que generan cada uno de los temas a los que he hecho referencia en esta apretada síntesis, lo fundamental en el caso de Colombia, es cuál será el papel del diálogo y los acuerdos en la definición de políticas públicas, o, al revés, si la creciente polarización política impedirá, especialmente en el Congreso, que se apruebe el marco legal necesario que la ejecución del PND y, en un sentido más amplio, las leyes y acuerdos que demanda el avance del país.

Hay un conjunto de asuntos de marcado relieve, a saber, el tema poblacional o migratorio dada la crisis en Venezuela, la dimensión de la caída del intercambio comercial entre ambos países, el complejo entramado entre narcotráfico y los vínculos políticos entre los actores de la insurgencia colombiana con el régimen venezolano, que nos recuerda que el destino y éxito de ambas naciones está indisolublemente unido, y que en nada podrá avanzarse positivamente en Colombia y Venezuela, mientras no se asuma una fecunda agenda de integración y cooperación enmarcada en las formas democráticas sostenibles para ambos países.

@lecumberry.


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