Aunque la afamada bailarina estadounidense Trisha Brown falleció el pasado 18 de marzo, su pensamiento conformó el mensaje oficial del Día Internacional de la Danza celebrado el 29 de abril, elaborado a través de algunos de sus textos y declaraciones públicas. “La danza está hecha de gente e ideas”, reza su reflexión de manera pertinente.   

El Soho neoyorquino, para Trisha Brown entrañable, conoció de sus primeros experimentos coreográficos en espacios urbanos inusitados. Las azoteas de los edificios la vieron retar con desparpajo la gravedad, quizás como un inquietante preludio de la llamada danza aérea, hoy tendencia plenamente en boga.

La improvisación como ideología reveladora orientaba sus impulsos corporales en la búsqueda de nuevas sensaciones y emociones, lejos de códigos representativos estructurados, y ansiosa de inéditos hallazgos creativos.

Altamente estimulada por los preceptos de Merce Cunningham sobre espacio y tiempo escénicos y su consideración del movimiento como azar, y contagiada por los alcances de una visión alternativa sobre la danza que la unió a una generación que lentamente fue tomando espacios, primero marginales, hasta llegar algunos de sus más altos representantes a los escenarios más encumbrados del establecimiento de la danza escénica mundial, Brown logró hacer sentir con fuerza su ímpetu inicialmente rebelde, hasta hacerla trascendente y convertirla  hoy en una sistematizada referencia.

El espíritu visionario de la impetuosa Judson Memorial Church de Nueva York señaló su tránsito sorprendente por la danza. El cuerpo como comunicación y expresión verídica de cotidianidad fue su filosofía. La nueva era que dejaría atrás los postulados de la danza moderna a partir de los iniciales años sesenta tiene en ella a una precursora fundamental, finalmente consagrada e incluso legendaria.

Junto con  Twyla Tharp, Steve Paxton, Yvonne Rainer y Meredith Monk, entre muchos otros, Brown integra la generación de creadores que abriría caminos definitivos hacia una nueva danza, apartada de patrones que se habían tornado rígidos y formales y abiertamente decidida al riesgo. Los llamados posmodernos dieron un paso sin regreso hacia una inédita contemporaneidad en el movimiento.

A partir de allí, el siglo XX en la danza fue radicalmente distinto y sus valores se arraigaron hasta el punto de haber influenciado a algunos de los coreógrafos del ballet académico más renovadores.

En 1970, Trisha Brown creó su propia compañía. Con ella propició procesos de investigación que se interesaban por una novedosa concepción de la integración de las artes y concretó cooperaciones con artistas plásticos, músicos experimentales, directores de ópera y cineastas. El gesto cotidiano llevado a extremos de esencialidad y abstracción, repetido reiteradamente y representado en calles, plazas, museos, parques, playas y todo tipo de espacios alternativos, fue conformando un lenguaje retador y  personalizado, plasmado en su primeros trabajos: Man Walking Down Side of Building (1969),Accumulation (1971) y Walking on the Wall (1971).

Mayores retos creativos representaron para Brown sus creaciones en colaboración con Robert Rauschenberg (Glacial Decoy, 1979) y Laurie Anderson (Astral Convertible, 1989), que la llevaron a investigaciones radicales en el campo de las artes plásticas, el performance y el multimedia.

La ópera se convirtió para la bailarina en un mundo revelado. Su trabajo como coreógrafa en Carmen, bajo la dirección de Lina Wertmüller, la vinculan a proyectos más ambiciosos: M.O. (1995), espectáculo  sobre la obra Juan Sebastián Bach y muy especialmente Orfeo (1998) de Claudio Monteverdi, a través de los cuales alcanza niveles de plena fusión de  disímiles códigos estéticos.

La impronta de Brown dejó de pertenecer al ámbito experimental para acceder a los templos sagrados de la danza artística mundial. En 2001 insistió una vez más en el género operático, estrenando en el Lincoln Center de Nueva York Luci Mie Traditrici de Salvatore Sciarrino y en 2004 estrenó en la Ópera de París O Zlozony O Composite, creada especialmente para tres bailarines estrellas de esta compañía, coreografía poseedora de una fuerte base clásica, unida a su singular signo expresivo.

Desde su aparición en Nueva York en el ya lejano Judson Church Dance Theatre, en los albores de la era posmoderna, hasta la amplia aceptación mundial de la que llegó a gozar, Trisha Brown transitó entre la inquieta rebeldía y el seguro reconocimiento.


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