La situación general continúa en franco deterioro, sin que pueda anticiparse el cómo ni el cuándo se producirá un desenlace. El régimen tambalea, sin que sus acostumbradas prácticas represivas ni sus campañas propagandísticas que niegan la realidad visible o pintan un panorama inexistente, sean eficaces a sus intenciones de permanencia en el poder.

También la sociedad nacional languidece, asfixiada por la escasez de lo mínimo indispensable para sobrevivir dignamente en un país que no hace tanto se tuvo por viable, consistente, esperanzador. Sin duda lo inteligente sería proponer e instrumentar una solución negociada, que ponga término a tanto destrozo y abra ordenadamente el camino de la reinstitucionalización del país y su recuperación económica –esencial para poder atender las necesidades sociales–, aunadas con condiciones mínimas que hagan posible su gobernabilidad democrática.

No es fácil, dadas las posturas extremas que asumen los actores políticos y demás sectores de la vida venezolana, a lo cual se añaden antecedentes fallidos en la búsqueda de oportunos consensos. El régimen llegó demasiado lejos en sus excesos y actitudes proclives a la conflictividad social y política; hoy vivimos el cabal cumplimiento de tan malos presagios –entre ellos una sociedad dividida y ganada a la violencia en todas sus formas–, fraguados en campañas proselitistas, también al producirse el despliegue circense de medidas de ocupación sobre activos productivos en áreas de servicios, comercios, industrias y unidades de producción primaria –el espíritu resentido del régimen, antes que un ánimo purificador de causas perdidas–.

Cuando se sostiene que “no hay marcha atrás” en el camino ya marcado para la recuperación del país, se quiere significar, entre otras cuestiones, que no existe la más mínima oportunidad para que el régimen pueda resolver los problemas que nos agobian. Y aquí es preciso acotar que no entiende lo que está sucediendo y ello explica su atrincheramiento y resistencia a una salida no violenta; no parece existir en sus personeros, la facultad humana que les permitiría comprender, juzgar objetivamente la realidad, comparar posibilidades, inducir razonables vertientes de resolución de conflictos que nos amedrentan como comunidad humana que quiere vivir en paz. El otro asunto es que cometen delitos que no prescriben, y ello inexorablemente les induce el miedo a las consecuencias de perder privilegios temporales.

Pero vayamos al fondo del problema. Para comprender lo que estamos viviendo como país, es preciso asumir una postura honesta, objetiva, que identifique tanto los yerros cometidos, como las adecuadas soluciones que podrían implementarse en el corto y mediano plazos; naturalmente, deben determinarse y valorarse los recursos disponibles. Y en este orden de ideas, es necesario que el régimen reconozca que ya su tiempo pasó, que no está en sus manos detener la caída estruendosa que nos abruma, menos aún la regeneración de la República.

También los factores de oposición política deben comprender la necesidad de armonizar las fuerzas sociales, de auspiciar encuentros y actitudes constructivas en las que todo buen ciudadano es importante y está por tanto llamado a desempeñar un papel. La tolerancia y el respeto al individuo deben prevalecer como ejemplo desde todo aquel que ejerza posiciones de liderazgo político, social o económico; el mal ejemplo que desde hace dos décadas vienen irradiando los personeros del régimen, debe erradicarse de manera definitiva. De ello no puede derivar buen legado ni menos camino de perfección personal y social. Como apuntaba Ángel Ganivet, el influjo social de una experiencia no se mide por el número de sus seguidores ni por la extensión de sus programas, sino por las “inteligencias superiores y originales que produce”, así como la grandeza de una nación no se mide por lo intenso de su población ni por lo extenso de su territorio, sino por la “grandeza y permanencia de su acción en la historia”. ¿Qué nos deja a los venezolanos el fracasado socialismo del siglo XXI?

Empecemos pues por reivindicar la actitud de respeto para con el contrario, para con sus prácticas, ideas o creencias, independientemente de que choquen o difieran de las nuestras. No podemos cambiar la naturaleza humana, de ella proviene esa diversidad cultural, religiosa, también circunscrita a los modales, formas de ser o de actuar en sociedad. No es admisible discriminar ni ofender a quienes por su forma de vida, ideas y decisiones tomadas, no compartan ni respalden una determinada tesis política. Ese ha sido el fallo imperdonable del régimen, el paradigma que ha querido imponer a la población en general y en particular a los niños, quienes a diario reciben el engañoso influjo de magistrados y agentes extraviados en discusiones estériles y a veces ridículas, casi siempre ayunas de valores morales.

Al final es asunto de cultura política, algo de lo que desafortunadamente hemos carecido los venezolanos de todos los tiempos, naturalmente, salvo honrosas excepciones. Estamos hablando de actitudes y conductas que devienen en orientaciones individuales y colectivas dentro del sistema de gobierno. Habrá tiempos para insistir en alguna orientación, como también para dimitir en el ejercicio de la función pública, cuando ello contribuya al cese de las tensiones políticas; eso precisamente es cultura, en el sentido de lo que venimos comentando.

Las razones de Estado y el bienestar ciudadano son conceptos que prevalecen sobre posturas circunstanciales o distinciones ideológicas entre derechas e izquierdas. Entendamos que los problemas sociales –en su esencia misma– no tienen que ver con ideologías; recuperar el sosiego social es lo relevante, algo que el régimen no termina de vislumbrar, quizás por ser sus personeros “aficionados de la política”, como diría el conde de Romanones, aquellos que entremezclan quehaceres dispersos y sobre todo quienes la siguen “sin preparación ni convicciones” profundas.


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