Volvamos, por un momento, a la escena: alrededor de 40 hombres encapuchados, portando armas largas, irrumpieron en el hogar de Roberto Marrero, director del despacho del presidente Juan Guaidó. Decir que ocurrió un allanamiento sería malversar lo ocurrido. Irrumpieron, golpearon, destruyeron todo lo que encontraron a su paso. Le sembraron armas. Las imágenes posteriores a los hechos no permiten duda alguna: el objetivo no era solo detener a Marrero. También, destruir sus bienes domésticos, desfigurar su hogar, hacer trizas los fundamentos de su vida cotidiana.

Volvamos a la matanza de los integrantes del pueblo pemón durante las jornadas de febrero, cuando se intentó ingresar ayuda humanitaria proveniente de Brasil. Autobuses atestados de miembros de colectivos y delincuentes fueron enviados a disparar a indígenas indefensos. Realizaron su encargo con diligencia y éxito: mataron e hirieron a unos hombres que no tenían cómo hacerles frente. Una operación semejante ocurrió en la zona fronteriza con Colombia: presos comunes, armados por el régimen, fueron organizados para atacar e impedir que medicamentos y alimentos para personas enfermas ingresaran al país.

Volvamos a un fenómeno cada vez más recurrente: los desfiles y ataques protagonizados por grupos paramilitares en ciudades de todo el país. Las implicaciones de estos hechos sobrepasan las peores previsiones. La existencia de estos colectivos significa, ni más ni menos, que Chávez y Maduro han establecido acuerdos con la delincuencia organizada, a la vista de todos: en las narices y con la complicidad de Padrino López, en las narices y con la complicidad del Alto Mando Militar.

Uno de los capítulos más abultados de una posible historia de la revolución bolivariana tendrá que estar dedicado a este asunto: los pactos, acuerdos y negocios que el régimen, desde 1999 hasta hoy, ha establecido y mantenido con narcoguerrilleros, grupos terroristas del Medio Oriente, bandas dedicadas a la minería, grupos dedicados al secuestro y el sicariato en la frontera, y muchos más. La historia de la fusión entre poder y delincuencia organizada en Venezuela está por escribirse.

Pero hay todavía más. Una de las prácticas sistemáticas del régimen ha sido crear un amplio mecanismo de fabricación de esbirros. Diré más: se ha instaurado y propagado una cultura de esbirros en Venezuela. En el Sebin, en la DGCIM, en las FAES, en algunas unidades de la FANB, entre guardaespaldas y anillos de seguridad de los altos jerarcas del régimen, pululan hombres vestidos de negro, encapuchados a toda hora, grotescamente armados y violentos. No hablan, sino que escupen insultos, amenazan, golpean, rompen, roban, detienen, torturan y disparan en contra de personas indefensas, a las que atacan por sorpresa y de noche, siempre con una aterradora superioridad numérica. No hay acción que no sea portadora de un mensaje de superioridad absoluta e indiscutible. Esa cultura del esbirro, que ha sido financiada con dinero de los venezolanos, es un programa que incluye armas, uniformes, capuchas, métodos como la nocturnidad, la ferocidad, el aplastamiento, la destrucción, la humillación.

Los esbirros del poder –distribuidos en todo el país y cuyo número desconocemos–; los integrantes de los colectivos; los espías y torturadores cubanos que operan dentro y fuera de los cuarteles, los narcoguerrilleros que controlan fincas, pistas de aterrizaje clandestinas, conchas para los secuestrados y casas para el descanso; los presos comunes, algunos de ellos autores de crímenes dantescos, a los que se permite salir de prisión a realizar encargos como disparar a personas que transportan ayuda humanitaria; los pranes que, con la complicidad de las autoridades, dirigen desde las cárceles redes de secuestro exprés, distribución y venta de estupefacientes; los colectivos que reparten su tiempo entre el tráfico de drogas y las acciones de intimidación y violencia en contra de los demócratas; los terroristas y operadores de Hezbolá y otras agrupaciones que han encontrado protección por parte de Maduro, El Aissami y otros; los funcionarios policiales y militares que han cometido atrocidades en contra de civiles indefensos: todas estos señores de la muerte y la violencia comparten una cultura, lo que llamo la cultura del esbirro.

La cultura del esbirro tiene, al menos, cuatro fundamentos sobre los que es necesario reflexionar. El primero, está soportada sobre amplias, recurrentes y demostradas garantías de impunidad. Tienen dos décadas actuando abierta y descaradamente, sin riesgo alguno: son señores de la impunidad, que gozan de protección, apoyo financiero y logístico por parte del poder.

Segundo: con los años, han desarrollado sus respectivos modus operandi. No improvisan. Forman parte de una gran maquinaria, cuyos tentáculos se especializan en la práctica de los más diversos delitos: contra los derechos humanos, contra la propiedad, contra la seguridad de otros países, contra la democracia y las libertades, contra los bienes de la nación.

Tercero: están articulados, unos y otros. Coordinados y supervisados. El poder los activa, los moviliza, los administra. Se trata, y no hay exageración en esto, de una enorme red de delincuencia organizada, con su centro en Miraflores y el Alto Mando Militar, que controla el país a su antojo. Puede decirse sin equívoco: Venezuela es un territorio controlado por bandas de delincuentes. Cuarto y final: esta cultura de esbirros constituye una economía. Una poderosa economía, inmune a la inflación, a la escasez, a la inseguridad, a la falta de servicios.

Dicho todo esto, los demócratas debemos formularnos hoy una pregunta, ante la inminencia de la transición: ¿cómo afrontaremos la realidad de una poderosa, tentacular y articulada maquinaria de esbirros, prendada de su poderío y de su impunidad, que tiene al territorio venezolano como una propiedad bajo su absoluto dominio?


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