¡Antonio Guzmán Blanco (Caracas, 1829 – París, 1898) nos afrancesó! Nos hizo conocer vinos y exquisiteces y desde entonces la clase dirigente, los artistas e intelectuales no han dejado de viajar y permanecer largas temporadas en París y de navegar en las iluminadas aguas de su cultura. La élite venezolana aprendió que una mesa bien servida, un buen Burdeos, un Rôti de boeuf garni de pommes de terre et champignons y una copa de champaña consolidaban la perfecta revelación no solo de la estética sino de la gloria de vivir.

Se empeñó en afrancesar a Caracas social y urbanísticamente. El romanticismo, el simbolismo, el realismo, el naturalismo, el impresionismo, la novela psicológica, los avances de la medicina y los más altos valores de la arquitectura encontraron asiento en el afán de modernización que impulsó Guzmán. En efecto, con la visión del París que vivió y conoció el Autócrata Civilizador (como le gustaba oírse llamar) organizó y modernizó la república siguiendo pautas urbanísticas europeas.

Yo mismo no pude sustraerme a esa tendencia de hundirme en las aguas de la cultura francesa y, adolescente, me inscribí en la Escuela de Derecho de la Sorbona, pero estuve allí poco tiempo porque fui expulsado no solo del aula y de aquella envejecida universidad que más tarde va a ser barrida por el Mayo Francés, sino de cualquier forma de conducta académica. Mi cuarto de estudiante pasaba entonces por la Cinémathèque française y un día torcí el rumbo de mi propia vida y entré en ella: quedé deslumbrado con las maquetas de Meliés del viaje a la luna, las películas primitivas danesas, francesas y alemanas sin saber entonces que nunca más iba a salir de esa Cinemateca porque ignoraba que me iba a tocar dirigir la de Venezuela durante veinte años; tampoco sabía que no iba a salir de las pantallas del cine donde habitualmente vivo.

Me hundí en la cultura francesa mientras me alimentaba del ocio provocado por el hecho de no ser estudiante de leyes: viajé a dedo por media Europa; leí todo lo que había que leer, iba a conciertos y a conferencias, escuché muchas veces a Marcel Dupré al órgano en Notre Dame. Fui a la luna de la mano de George Melies, sabía dónde estaban los Rubens del Louvre y me ahogaba de emoción contemplando la majestuosidad de la Victoria de Samotracia y la perfección de La virgen de las rocas y sufrí un ataque de fiebre cuando supe emocionado que Rimbaud había puesto colores a las vocales. Luego lo vi tender cuerdas de campanario a campanario; “guirnaldas de ventana a ventana; cadenas de oro de estrella a estrella. Y allí danzó”.

Fue un momento irrepetible porque en plena adolescencia me sentí vivir en mí mismo y luego, en la de los personajes que más tarde iba conocer en los filmes de la Nouvelle Vague. Pero esto ocurría en el plano de la estética, un contacto que acabó de estremecerme cuando a mi regreso al país venezolano, en medio de la resistencia y la clandestinidad políticas que me enfrentaron a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, se formó el grupo Sardio y la literatura me defendió de los rigores y asperezas del régimen militar. Durante el día los miembros del grupo activaban sus personales compromisos políticos y en la noche nos reuníamos en el bar a echarnos los tragos, hablar atropelladamente de literatura y ejercitar el ingenio y la palabra poética en cadáveres exquisitos y otros juegos del surrealismo francés. Preferíamos la revolución del lenguaje antes que el lenguaje de la revolución y creíamos ingenuamente que si cambiábamos la vida transformaríamos la sociedad. Pero cuando traduje y se publicaron en la Revista Sardio textos de Tristán Tzara, de Ribemont Dessaignes y de Antonin Artaud; escribía Claude Roy sobre Malraux; hacíamos preguntas a Jean Paul Sartre sobre su dramaturgia y hablábamos de la argelina Djamila Bouhired, sentí que Francia vivía en mí; que la afrancesada Caracas que Antonio Guzmán Banco quiso ver florecer se había convertido en un ensueño, una ilusión, un trozo de vida lavado por el tiempo y por los sucesivos maltratos sufridos por Caracas a mano de las incertidumbres políticas, pero que la cultura francesa permanecía intacta en mí. Su representación urbana continuaba intacta en ciertos parajes, en normas de refinamientos gastronómicos. Pero la aventura intelectual de Sardio hizo que Francia fuese un vivo resplandor intensificándose a cada instante en lo más hondo de mi conciencia.

Si hubo una influencia de la cultura y de la vida francesa sobre el país venezolano se activó en mí, en los textos de la revista Sardio, en la traducción de Guillermo Sucre de Estrechos son los navíos de Saint John Perse; en mis intentos por traer a mi idioma el poema de Paul Claudel para Jeanne d’Arc au Bûcher; el Oratorio de Arthur Honegger y del Soleil cou-coupé de Aimé Césaire; en la avidez de lectura y conocimiento que mostraban los integrantes del grupo escuchando a Adriano González León leer fragmentos de La náusea de Sartre en el patio Vargas de la vieja Universidad Central de San Francisco, antes de entrar a la aburrida clase de Derecho Romano; en el impacto sobre los espectadores cinematográficos que ejercieron los filmes de la Nouvelle Vague, la actividad cineclubística y de crítica de cine desarrollada por Amy Courvoisier, representante de Unifrance Films en Venezuela.

Determinar las influencias de una cultura sobre otra, de un escritor sobre otro no es empresa fácil. A veces basta la fugacidad de una memoria, una palabra dicha, el aroma del jazmín; una determinada conducta, un ademán o el recuerdo de la madeleine de Proust para que se active la influencia de una vida sobre otra, de un libro en otro. Es la huella de la cultura anclada en lo más profundo de la conciencia y del corazón.


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