Leyendo un muy bien escrito y estructurado artículo de Federico Vegas, “El Papa y la culebra” (Prodavinci, 28/01/2018), imaginé un mural elaborado de acuerdo con los cánones del realismo socialista e inspirado en el fresco pintado por Miguel Ángel –Creazione di Adamo– en el techo de la Capilla Sixtina. Fue una visión especular y fugaz, pero vívida, del comandante hasta siempre, cachetón e inflado, cubierto a medias con una túnica escarlata, y situado a la izquierda de la composición, digitando, ¿pariendo?, con el índice de su siniestra, a un robusto bigotón de impúdica desnudez. «El alumbramiento de Nicolás», que así podría llamarse la representación pictórica de la escena percibida en esa alucinación o manifestación espontánea del inconsciente, se relaciona con el exacerbado culto a la personalidad y la veneración mágico-religiosa del golpista que duerme su largo adiós en el cuartel de la montaña, mas con los ojos abiertos en todas partes. Y, especialmente, con el peculiar concepto de pueblo manejado por el obrero mandón y su divino maestro.

Umberto Eco asegura que la rosa «es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos» (Apostillas al nombre de la rosa, 1983). Probablemente el sustantivo pueblo haya sido afectado por diversas y contradictorias acepciones. ¿El pueblo que, según Jean Jaques Rousseau, nunca se equivoca, es el mismo que, de acuerdo con la sentencia de Joseph de Maistre, se da el gobierno que merece? No creo que para la condescendencia del autor de El contrato social y la displicencia de un acérrimo enemigo de la ilustración y su «teofobia del pensamiento», pueblo sean una sola y misma cosa; puedo, no obstante, conjeturar que, cuando Hugo Chávez se llenaba la boca con ese vocablo, lo hacía, sin tener muy claro de lo que hablaba, en sentido diverso al de los pensadores citados. Lo mismo ocurre con el legatario de su autoritarismo. Para uno y otro, pueblo es una mezcolanza de lumpen, marginalidad y pobres irredentos que siguen creyendo en pajaritos grávidos: un «pueblo» que le sienta bien a la ambición de perpetuidad del nicochavismo, disciplinado mediante el clásico condicionamiento pavloviano con base en premios y castigos. Para asegurarse la lealtad de esa masa domeñada por carencias, compensadas esporádicamente con un bono navideño, pascual, vacacional, de preñez, de carnaval, ¡te conozco mascarita!, o un incremento inflacionario de las míseras pensiones y el siempre insuficiente salario mínimo que no alcanza ni para adquirir un cartón de huevos, la revolución bonita prescindió de dos tercios del país incurriendo en delitos considerados de lesa humanidad por el Estatuto de Roma –instrumento constitutivo de la Corte Penal Internacional, suscrito por Venezuela y adoptado con carácter de ley (Gaceta Oficial Extraordinaria n.° 5507 del 13 de diciembre del 2000)–, como el apartheid, la privación de libertad sin el debido proceso y la discriminación por razones ideológicas. La lista Tascón y el carnet de la patria son ejemplos palmarios de la sectaria exclusión propiciada por el socialismo del siglo XXI en nombre… ¡del pueblo! ¿Cuál?

Se asegura en el Antiguo Testamento (Génesis 1:26) que Dios creó al hombre a imagen y semejanza suyas y lo hizo jefe de la misión paraíso para que viviera feliz como una perdiz con su costilla; Hugo hizo lo propio con su engendro, y lo destinó a reinar en esta desgraciada tierra de gracia. A diferencia de Adán, Nicolás no será expulsado por su hacedor, sino por quienes padecen los rigores de su régimen infernal –pero esta es otra historia que, esperemos, será prontamente escrita–. También pretendió Chávez moldear con el barro del dogmatismo un nuevo Juan Bimba, cuyo arquetipo, debemos inferir, sería, ¡qué susto!, el recién bautizado «carnicero de El Junquito», a objeto de que «el soberano» sirviese de caja de resonancia de sus caprichos. El resultado de esa genética revolucionaria es la horda de hominicacos y verduleras que invadió el capitolio y en el relajo prostituyente limita su ejercicio deliberante a la calistenia de la mano alzada, a fin de respaldar, sin discusión alguna y con la sumisa señal de costumbre, arbitrarias e inconstitucionales disposiciones con las que se niega identidad y representación popular a dos tercios del país, para que una irrisoria, aparente y circunstancial mayoría ratifique a Maduro en un plebiscito calculado para alargar un mandato que apesta a podrido desde su inicio.

En palabras de Octavio Paz: «Una nación sin elecciones libres es una nación sin voz, sin ojos y sin brazos». Se me ocurre que una buena forma de poner a prueba su valor axiomático sería que la Venezuela relegada, contraria a lo que ya es una dictadura sin disimulo y decepcionada de un liderazgo engolosinado con los caramelitos de cianuro de un posible acuerdo con un gobierno que, a las primeras de cambio, le pintará una paloma, como ha sucedido en ocasiones anteriores, se alborote y rebele contra la tiranía y su oficiosa oposición y decida boicotear la mascarada electoral, postulando como candidato al ganador de un gran sorteo nacional organizada por los eficientes administradores de las loterías de animalitos; así, sería un burro, un mono, una jirafa, una iguana, un chivo, o un ciempiés –no importa si un mamífero, un ave, un reptil, un pez o un insecto– el que le dispute el cetro de Mr. Venezuela al antiguo metro-cochero. Entonces tendremos plena certeza de que la Venezuela de hoy es muda, ciega y mocha, y habremos comprobado que el poeta azteca y premio Nobel de Literatura dio en el blanco con su alegórica sentencia.

Otro mexicano, Carlos Monsiváis, que ejerció el periodismo con humor y sin pelos en la lengua y, como Paz, cultivó con inteligencia y brillo el ensayo, amén de la crónica, la sátira y la ironía, aseveró que «el fraude electoral es la cortina de humo de la clase gubernamental para ocultar la pésima selección de su candidato». En nuestro caso, es inocultable la mediocridad del pretendiente; sin embargo, es evidente que el madrugonazo comicial es un vaporoso telón rojo tras el cual se esconde el premeditado fracaso de un diálogo intermitente en el que, ¡hasta cuándo!, pierde precioso tiempo parte de la dirigencia opositora; tiempo que estaría mejor invertido en poner sus células grises a idear soluciones creativas y viables para exorcizar el hechizo de la serpiente encomiada por Vegas en el artículo que motivó las divagaciones por concluir de hoy domingo 4 de febrero, aniversario de un golpe traicionero. Y, ¡atención!, presten oídos al gran Benny Moré: ¡Cuidado con la culebra que muerde los pies!

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