La incertidumbre que ha rodeado el avance del separatismo catalán en los últimos tiempos ha impactado negativamente sobre la vida social y las empresas locales. Los agentes económicos reaccionan al populismo separatista con decisiones extremas. Empresas emblemáticas, insignias de Cataluña, trasladan sus sedes sociales a otras jurisdicciones. Algunas de ellas, con siglos a cuestas, salen del territorio prescindiendo del natural arraigo que las envuelve y sobre todo la historia que las vincula a esas comunidades florecientes desde hace más de una centuria. Todo ello estrangula el renovado intento y confirma que las posturas extremas, las que pretenden imponerse sin agotar las vías del entendimiento y del consenso necesario, se reflejan negativamente en el comportamiento de la economía y en el ánimo de los ciudadanos.

Y es perfectamente explicable que un proceso llevado adelante en modo tan torpe –todas las imposiciones y los abusos del sistema lo son– solo se traduzca en inseguridad jurídica para los empresarios, en pérdida de la confianza y caída apreciable de la propensión a invertir, no solo por lo que se refiere a Cataluña, sino aún a la nación española en toda su dimensión geográfica. Las amenazas, los conflictos sociales y la violencia intervienen en la toma de decisiones importantes para la dinámica empresarial. Y los separatistas catalanes al parecer no cayeron en cuenta de que la clientela de tan prósperos negocios regionales era marcadamente española, como demuestran los números; también extranjera que igualmente advierte el recelo característico de los cautos, entre ellos los tenedores o propietarios del capital. Nadie quiere sucumbir en medio de un engañoso torbellino. Hasta el turismo regional se ha visto perjudicado por las violencias registradas en Barcelona.

Y no se trata de afirmar o negar que Cataluña pueda ser viable económicamente hablando; puede llegar a serlo, como cualquier otra región del planeta. El tema medular es que cualquier secesión debilita la nación afectada por el cumplimiento separatista; las partes resultantes solo serán más exiguas en materia de disponibilidad de recursos o tendrán menores potencialidades en todos los ámbitos de la vida. De ello no puede haber dudas y esto es algo que los nacionalismos suelen ignorar o menospreciar, siempre en detrimento de las comunidades humanas que terminan siendo afectadas por sus erróneas decisiones. Y el otro asunto es el tema del posible contagio político y económico de la crisis catalana, que sin duda puede terminar afectando otros países de la eurozona; ello explica la reacción unánime de la comunidad internacional –con excepción de algún régimen político hispanoamericano hundido en sentimientos vindicativos para con el gobierno español–.

Pero ¿de dónde ha salido todo esto? El problema catalán –la cuestión catalana como suele también decirse– parece más un invento de los políticos en busca de espacio y argumentos para ganarse a los electores, que una realidad esencialmente histórica, étnica, como sostienen algunos. Sin duda en Cataluña se había mantenido viva desde el siglo XVIII la idea de una comunidad lingüística diferenciada desde el punto de vista cultural, con sus propias tradiciones y raíces auténticas. Pero el argumento y contenido político apenas aflora en las ideas y propuestas federalistas del llamado Sexenio Democrático, el período histórico que incluye la fugaz existencia de la Primera República española y que culmina en el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto, o el inicio de la Restauración borbónica con Alfonzo XII, una etapa sin duda de crecimiento económico y auge de la industrialización y del desarrollo urbano en la región catalana. Y luego del desastre del 98, con la pérdida de los últimos vestigios del Imperio español, aquella pujante burguesía industrial y comercial catalana toma distancia de los partidos dinásticos y comienza a fomentar sus propios espacios políticos –la Lliga Regionalista de comienzos del siglo XX, impulsada por Prat de la Riba y Francesc Cambó, como recuerda la historia–. Así, pues, el nacionalismo catalán emerge como tendencia política y adquiere fuerza con el correr de los años en movimiento de masas afirmado en sus propios símbolos –el himno Els Segadors, la bandera y la celebración de la Diada Nacional el 11 de septiembre–. En cierta medida un producto de la inestabilidad política, las luchas armadas y guerras civiles del siglo XIX, de donde surgen naciones y movimientos nacionalistas con mayor o menor arraigo popular.

Reafirmemos, pues, que la tensión independentista es forcejeo entre políticos que igualmente arroja consecuencias en el desempeño de la economía, en el sosiego social. Un hecho que, como enantes dijimos, se hace factor de incertidumbre no solo para Cataluña, sino para toda la economía española e incluso para Europa, todavía imbuida en un lento proceso de reactivación. A la inquietud derivada del brexit no debe ahora añadirse una secesión catalana netamente motivada en ambiciones políticas de unos cuantos dirigentes que quieren inmortalizarse. Las empresas que hacen posible una sostenida prosperidad económica regional han dado su veredicto en sentido contrario a lo promovido y actuado por el gobierno de la comunidad autónoma. Un anunciado fracaso para quienes impulsan la división, en tanto y en cuanto ninguna nación europea ni organismo multilateral, tampoco las mayorías de España, ni siquiera las catalanas, tienen disposición de aceptar.


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