El Alto Mando Militar del régimen y quienes ejecutan sus órdenes en estamentos más bajos tienen dos razones por las cuales no ceden el poder a las fuerzas democráticas: algunos temen ser castigados por esas mismas fuerzas una vez que cedan el poder, y a otros no les es fácil dar el paso porque se saben vigilados por la contrainteligencia, hoy controlada por agentes cubanos. Saben que de ser descubiertos como disidentes, lo que les sobreviene es tortura y daños corporales que pueden ser permanentes, además del acoso físico y psicológico a sus familiares.

La situación dentro de las fuerzas armadas institucionales -es de Perogrullo decirlo- es clave para el éxito de la estrategia diseñada y mostrada hasta ahora por la oposición liderada por Juan Guaidó. El presidente interino desconoce a Maduro y su gobierno como legítimas autoridades civiles y ha establecido que el primer paso de la estrategia es la salida del usurpador. En este marco luce lógico que si el liderazgo opositor desea tener éxito en su tarea de convencer a la élite militar de permitir el cambio de régimen, sin apelar al recurso de la invasión foránea, tiene que trabajar activamente en desenredar los nudos que impiden que dicha élite ceda.

Los incentivos de la cúpula militar para no entregar el coroto son conocidos. Las prebendas adquiridas son demasiado halagadoras, se traducen en miles de millones de dólares. Y si frente a ello no existe la posibilidad de una cierta seguridad posterior, que alguien tendrá que negociar (y no le toca a los gringos hacerlo, aunque estén dispuestos a perdonar), la cúpula se aferrará al poder a como dé lugar. Si la esperanza entonces se cifra en la disensión de los mandos inferiores, estos tienen la traba de la bien afinada contrainteligencia. ¿Cómo se organizan internamente esos mandos inferiores con la supervigilancia que tienen encima? ¿Cómo asumen el riesgo de la tortura y acoso a sus familiares?

La lógica también indica que si se desea desenredar esos dos nudos dentro de las fuerzas armadas habría que trabajar precisamente en dos frentes. En el primero, abriendo las posibilidades de una negociación. Pareciera que la Ley de amnistía aprobada este mismo año por la Asamblea Nacional no ha sido lo suficientemente tentadora. Tampoco ha funcionado el supuesto miedo a una intervención militar foránea (que no es, de paso, una variable dependiente del liderazgo nacional, sino de que los supuestos interventores vean esa invasión como viable militar y políticamente en sus propios patios). Entonces luce imperioso buscar vías de negociación. Guaidó podría hacer un llamado público Alto Mando Militar sobre su interés en sentarse con ellos a negociar el camino para el reencuentro democrático del país. Si no se confía en los civiles y se ha decidido que con Maduro y sus representantes civiles no hay posibilidades de acuerdo, pues habría entonces que considerar la negociación con los militares, porque con alguien habrá que negociar. De no ser así, la apuesta es definitivamente por una salida de fuerza, de la cual no hay posibilidades si no es a través de la intervención extranjera, la peor de las alternativas para todos y que a fin de cuentas nadie sabe a ciencia cierta si se va a dar.

En el segundo frente en el que hay que trabajar, el de la contrainteligencia, pareciera que la etapa de mis “hermanos” cubanos, como los llamó Guaidó no hace mucho, se acabó. Cuba es evidentemente uno de los principales escollos que ha encontrado la estrategia liderada por Juan Guaidó para el cambio de régimen en Venezuela. Si es verdad que la contrainteligencia está dirigida por Cuba y que este es un escollo clave para reinstitucionalizar la fuerza armada, entonces sacar a Cuba del juego debe ser parte de la tarea.

Juan Guaidó y la Asamblea Nacional han nombrado embajadores ante la OEA, en Colombia, ante el Grupo de Lima, en Canadá, España, Panamá y otros países. Una de las labores diplomáticas de estos embajadores podría ser documentar suficientemente el rol que ejerce Cuba hoy en la permanencia en el poder del régimen cleptocrático de Venezuela, violador de cuanto derecho humano posiblemente existe, y de tener base para ello, solicitar formalmente al Grupo de Lima, del que forman parte Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Guyana y Santa Lucía, una resolución en la que se exija a Cuba sacar las manos de este país. Esa sería una buena tarea para el embajador Julio Borges. Empezar a trabajar en función de esa solicitud. También para el embajador Gustavo Tarre en la OEA. Algo así hizo Venezuela en la década de los años sesenta, después de que Cuba entrenó y apoyó la insurrección armada contra el naciente régimen democrático venezolano y hasta se atrevió a enviar sus propios soldados en intentonas de invasión. En ese entonces, al liderazgo democrático nacional, encabezado por el presidente Rómulo Betancourt, no le tembló el pulso para denunciar la intromisión cubana en los asuntos venezolanos y en otros países de la región, y propiciar un activo rechazo internacional a las actuaciones de la isla.

Estados Unidos ya ha dado señales de sus intenciones de aumentar la presión contra Cuba. Lo ha dicho claramente el asesor de seguridad nacional de Donald Trump, John Bolton, cuando ha declarado la necesidad de estimular la caída de la “Troika de la tiranía”, representada por Cuba, Nicaragua y Venezuela. Que Estados Unidos le apriete más las tuercas a Cuba y restrinja la apertura diplomática concedida por el gobierno de Obama, no tendría mucho de innovador. Que Latinoamérica decida definirse como región en la que debe imperar el pluralismo democrático y aplicar con ello los principios establecidos en la Carta Democrática Interamericana,sí sería de gran impacto. Rómulo Betancourt lo propició desde el día en que se juramentó ante el Congreso, en 1959, como el primer presidente de la democracia moderna venezolana y declaró que “Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranice con respaldo de las políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional”. Es lo que luego se conoció como la doctrina Betancourt.

Venezuela, encabezada por el gobierno interino de Juan Guaidó, debería volver a ser la abanderada de esta posición. No es lo mismo que una iniciativa de este tipo surja desde los propios países latinoamericanos que desde Estados Unidos o la Unión Europea. Latinoamérica ha sido por años harto generosa con Cuba, a pesar de las diferencias ideológicas y de la naturaleza de su régimen. Cuba no ha correspondido. Como el eslogan aquel de la campaña presidencial de un difunto amigo, ¡Ya está bueno ya!


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