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A Paquito D’Rivera

Viví largos años en Berlín Occidental, en plena Guerra Fría. Llegué en los comienzos de la construcción del Muro, cuando las dos Alemanias se observaban con odio e incomprensión y la familiaridad se había hecho trizas. Unos culpando a los otros por Auschwitz y Treblinka. Los otros respondiendo con el Archipiélago Gulag y los crímenes de Stalin. Lo que Antonio Gramsci llamaba “Hegemonía” – el mundo de valores, usos, costumbres y creencias dominantes a todos los niveles de la conciencia colectiva en uno y otro lado – daba por definitivo que esa separación de padres, hermanos, abuelos sería insuperable y eterna. Que los caminos se habían bifurcado para siempre y que, salvo el nombre de Alemania, el apellido ya debía darse por hecho, incontrovertible, definitorio y eterno: las dos serían alemanas, pero una federal y la otra democrática. Vale decir: la una capitalista, liberal y democrática; la otra socialista, dictatorial y autocrática. El lenguaje daba para todo.

Marxista hasta los tuétanos, más allá de toda racionalidad, que el marxismo es una religión y entre el marxismo y la razón media un insalvable universo totalitario, juraba, como todos los miembros de mi generación, la de Mayo del 68, la de Rudi Dutschke y Cohn Bendit, la de Marcuse, Brecht y la Teoría Crítica, que Alemania jamás se reunificaría y que el mundo se hallaba a medio camino hacia la conquista planetaria del universo por el comunismo. Bastaba echarle una mirada a un globo terráqueo para comprobar que la mitad del planeta se había teñido de rojo en tan solo medio siglo. Y que al cumplirse el otro medio siglo sería enteramente rojo.

Descontentos del curso que el socialismo había tomado bajo la barbarie estalinista y convencidos de que un régimen burocrático como el soviético no tenía futuro, apostábamos a la verdadera, auténtica y legítima revolución: la traicionada de Trotski o la campesina de Mao, la heroica de Ho Chi Min o la rumbera de Fidel Castro. Digamos: la del Tercer Mundo. Y Alemania, para reunificarse, tendría que esperar a la revolución mundial brotada de los suburbios marginales de Asia, África o América Latina.

No se cumplió ninguno de nuestros pronósticos. Transcurrido el segundo medio siglo de las revoluciones socialistas, sobreviven dos zarrapastrosos esperpentos: Corea del Norte y Cuba. Esta última con dos apéndices cancerosos: Nicaragua y Venezuela. Y unos tumores de los que aún se ignora si serán malignos: Bolivia y Ecuador. El planeta decidió no ser socialista. El capitalismo se alzó como un régimen, hasta ahora, inquebrantable, Estados Unidos continúa liderando la economía mundial, la Unión Soviética se encogió hasta regresar a la Rusia de los Boyardos, China se transfiguró en un monstruo bicéfalo, ni capitalista ni comunista, sino mercantilista e imperial y lo que a los efectos de este artículo constituye para mí el hecho más relevante: Alemania se reunificó y contra todos nuestros marcusianos pronósticos, casi que volvió a ser la Gran Alemania de Bismarck.

He vuelto a Berlín, que dejara echada a mediados de los setenta al pie del Muro de la Vergüenza, asomada a su solemne y triste Puerta de Brandenburgo, acorralada entre bloques de cemento, edificios derrumbados, alambradas de púas, torres artilladas y amplias avenidas de terrenos minados, convertida hoy gracias a la ironía de la historia en una maravillosa, luminosa, pujante y liberada ciudad abierta de extremo a extremo. No un fantasma avergonzado de representar el poder del Tercer Reich, la derruida Iglesia de la Recordación, las ruinas de la Cancillería y el Bunker de Hitler en el Tiergarten, sino la orgullosa capital del país más poderoso de Europa. Gobernado, para mayor sorpresa, por una joven mujer que vino del frío, como el espía de la novela de John Le Carré, filmada por Martin Ritt en 1965 y personificada por Richard Burton, junto a Claire Bloom. De la que, muchos años después, supe era la esposa del gran novelista norteamericano Philiph Roth, amigos ambos del amado e inolvidable Primo Levy. Cuya magna obra, Si esto es un hombre, debiera ser lectura de cabecera de todos los enemigos del nazismo de derechas e izquierdas.

Recuerdo la reunificación alemana, en la que jamás creí, porque es el mejor ejemplo que se me viene a la mente ante la que también debiera ser una reivindicación irrenunciable de los demócratas latinoamericanos: la democratización y el fin del totalitarismo castrocomunista, en primer lugar en Cuba, madre del cordero, y luego en Venezuela y Nicaragua sus siniestros apéndices. Así como los demócratas alemanes jamás renunciaron a la voluntad histórica de expulsar de su suelo patrio a los siniestros críos de Stalin –criaron por cierto a Michelle Bachelet–  y reunificarse bajo las banderas democráticas, así, los cubanos jamás debieran renunciar a expulsar de su territorio a los invasores castrocomunistas y reconstruir la interrumpida y ensangrentada historia de la Cuba eterna.

Después de sesenta años de tolerancia y alcahuetería ha llegado la hora de alzar nuestra voz y demandar el fin de la tiranía castrista y su nefasto influjo sobre las fuerzas tiránicas que la acompañan en toda América Latina. La libertad de Cuba debiera ser nuestra reivindicación irrenunciable. Ya es hora.


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