EL TIEMPO. COLOMBIA

Más de 35 muertos y cerca de 700 heridos; centenares de estudiantes golpeados, detenidos o quemados con bombas incendiarias; valerosas mujeres que corriendo igual riesgo marchan día tras día por las calles de Caracas y de otras ciudades del país, mientras la Guardia Nacional, la Policía Nacional Bolivariana y los colectivos armados por el régimen intensifican sus feroces acciones represivas.

Lo triste es que ante tal horror que vive hoy Venezuela la comunidad internacional mantiene una parsimoniosa distancia. La OEA, es cierto, aprobó una reunión de cancilleres continentales para estudiar el caso venezolano. Pero con excepción del presidente argentino Macri y del mandatario peruano Kuczynski, los gobiernos de la región guardan igual prudencia. Están aún lejos de condenar la dictadura de Maduro. El presidente Santos, que ahora confiesa haber calificado de fracaso la revolución bolivariana, quiere evitar situaciones de choque y secunda la propuesta del papa Francisco de buscar en Venezuela un diálogo del gobierno con la oposición.

Maduro sabe hoy que cualquier proceso electoral le es adverso. La encuesta Hercon reveló a fines del pasado mes que 88,5% de los venezolanos no lo aprueban. Desean un cambio. De ahí que haya decidido impedir las elecciones previstas en diciembre para elegir gobernadores y alcaldes. Siguiendo las indicaciones de Raúl Castro, a quien visitó en abril de este año, quiere imponer ahora una constituyente cortada a su medida y sin previa consulta popular. Es el engañoso recurso de toda dictadura para blindar su poder.

Hay una verdad que solo a medias conoce el mundo: Cuba es el poder detrás del trono. Los Castro han manejado todas las cuerdas del régimen venezolano desde cuando Chávez asumió el poder. Le suministraron la mejor de sus armas: vigilantes y represivos servicios de inteligencia copiados de la Stasi alemana. Nunca he olvidado lo que hace varios años me contó en secreto el almirante Carratú Molina, hoy exiliado en Miami. Colectivos de seguridad cubana han penetrado las Fuerzas Armadas de Venezuela para ejercer sobre ellas una cuidadosa vigilancia. Controlan viajes, visitas a guarniciones o reuniones privadas de los mandos militares. Incluso, sus ascensos.

Pues bien, ahí está la respuesta a las perplejas preguntas que hoy se hace todo el mundo: ¿por qué no se cae Maduro? ¿Por qué los militares no reaccionan ante el desastre que vive el país? ¿Será solo el efecto de las prebendas recibidas?

Mi antigua y estrecha vinculación con Venezuela me ha permitido seguir muy de cerca su vida política y los tormentosos avatares que ha vivido su democracia. Allí me inicié como periodista en El Nacional y en La Esfera, y acabé por dirigir las dos revistas más relevantes del país, Elite y Momento. En esa época la situación económica era muy sólida, los líderes democráticos estaban en el exilio y no había manifestaciones populares en contra del régimen dictatorial de Pérez Jiménez. En este ambiente de resignada pasividad, recuerdo haber recibido una invitación para presentar un saludo de fin de año a Pérez y sus ministros en el Palacio de Miraflores. No hacerlo implicaba el riesgo de quedar en manos de Pedro Estrada, su famoso jefe de seguridad. Nada auguraba en Venezuela cambio alguno. Cuál sería nuestra sorpresa cuando dos días después se levantó contra aquella dictadura la base militar de Maracay. Tal tentativa de golpe fracasó, pero en las calles por primera vez estalló una protesta popular secundada por paros cívicos y proclamas. Veinte días después, el 23 de enero de 1958, los militares derrocaron la dictadura y restablecieron la democracia.

Esta experiencia que se mantiene viva en mi memoria me lleva a pensar que no serán Maduro ni los cubanos quienes se saldrán con la suya, sino el bravo pueblo que vemos todos los días en las calles.


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