Son múltiples las razones que explican la insólita estabilidad de un régimen contra natura, como el tiránico del castrocomunismo cubano, que amparado en la protección de la Unión Soviética, China y las dictaduras satélites, así como por la ambigüedad del Departamento de Estado, las cancillerías europeas y la abierta complicidad y alcahuetería de las sociedades latinoamericanas que se han negado a reconocer durante sesenta años la enemistad estratégica que animaba al marxismo tropical de los Castro y el grave peligro que entrañaba para nuestra supervivencia como unidad territorial, política y cultural, han tolerado e incluso bendecido la existencia de una tiranía marxista a pocas millas de nuestras costas. Un factor de inestabilidad que ha afectado a la región en su esencia. Y del que todas las naciones hispanoamericanas, cual más cual menos, han recibido su medicina. Hasta explotar en el horroroso tumor canceroso que devasta a Venezuela. Si faltaba documentar la madre del cordero de esta espantosa deriva totalitaria, Luis Almagro la acaba de denunciar en las Naciones Unidas. Aquí su discurso en la @ONU_es sobre presos políticos, represión y opresión en #Cuba: “La historia no absolverá crímenes de lesa humanidad”. @OEA_oficial).

La historia de nuestras relaciones internacionales refleja este insólito quid pro quo. Hasta los gobiernos más reaccionarios, incluso de extrema derecha, militar dictatoriales, como el del general Videla en Argentina o el del general Francisco Franco, de España, se negaron a romper relaciones con la tiranía castrocomunista cubana. Antes bien, le sirvieron de soporte político, diplomático y económico. Durante más de medio siglo, el predicamento dominante en las cancillerías hispanoamericanas bien podría ser aquel con el que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt se refería al dictador nicaragüense Anastasio Somoza: “Será un hijo de putas, pero es nuestro hijo de putas”. Parafraseando a Roosevelt, de Obama a Sebastián Piñera y de Videla a Carlos Andrés Pérez, Felipe González, Alan García y César Gaviria bien hubieran podido afirmar: “Fidel Castro será un hijo de putas, pero es nuestro hijo de putas”. La pertenencia genética a la familia latinoamericana le concedió el atributo de invulnerabilidad.

Hay dos notables excepciones que comprendieron la absoluta incompatibilidad del régimen tiránico implantado por Fidel Castro en Cuba, muy pronto alineado abiertamente junto al bloque socialista soviético y establecido como punta de lanza contra Estados Unidos en nuestro hemisferio, con el régimen de libertades que nos singulariza. La primera de ellas la estableció Rómulo Betancourt, quien reconoció desde mucho antes de asumir el poder en Venezuela la imposibilidad de establecer una alianza con el recién victorioso comandante guerrillero, ya en su primera visita a Venezuela, poco después de asaltar el poder, en enero de 1959. Y se dispuso a librar una guerra en todos los planos contra la llamada revolución cubana, convertida, junto con la necesidad de promover la democracia en la región, en primera prioridad de su política interior y exterior.

En el plano interno, un rechazo frontal a aceptar en la alianza del llamado Pacto de Puntofijo al Partido Comunista de Venezuela y proceder con todo rigor a impedir todo coqueteo de los militantes de su partido, que no se habían ido con sus sectores castristas a la disidencia del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, abiertamente castristas, guevaristas y guerrilleristas. Incluso, ya fuera de la presidencia, llegó al extremo de prohibirle a Héctor Alonso López, secretario juvenil de Acción Democrática, su participación en un Congreso de Juventudes que tuvo lugar en La Habana. En el plano exterior, la formulación de la Doctrina Betancourt, que si bien rechazaba toda connivencia política con cualquier gobierno dictatorial, estaba dirigida principal y fundamentalmente contra la dictadura castrocomunista cubana. Una política que, para inmensa desgracia de Venezuela, el Caribe y nuestra región, careció de fortuna como para haberse impuesto. Mucho más importante que el rechazo a la dictadura cubana fue el rechazo al llamado “imperialismo norteamericano”, que anidado en nuestros genes sirvió durante todas estas décadas de tapadera para cobijar al castrismo y darle luz verde a su injerencia en los asuntos político-estratégicos de nuestros países.

Apartado del poder, del que decidió alejarse incluso físicamente, la Doctrina Betancourt pronto pasó a la historia. Y separado el gobierno cubano de la OEA, cada gobierno decidió su propia ruta en una convivencia pacífica y diplomática, desconociendo la naturaleza intrusiva y altamente contradictoria de la tiranía cubana, absolutamente contradictoria con el ordenamiento internacional imperante en nuestro hemisferio. Jamás existió una política continental contra el castrocomunismo cubano. La tolerancia y la alcahuetería se convirtieron en norma de conducta de todas las cancillerías de la región, comenzando por el Departamento de Estado. Cuba pudo hacer y deshacer a destajo, imponiendo su propia estrategia injerencista, preparando la insurgencia, financiando a los grupos, movimientos, personalidades y partidos que aceptaban su línea estratégica de asalto al poder –la vía armada– y generando gravísimos focos de conflictos. Desde siempre enfocados en Venezuela, que a pesar de sufrir la invasión de contingentes guerrilleros cubanos muy pronto le abrió los brazos a Fidel Castro en absoluta inconsciencia del riesgo que aceptaba correr. Muy pronto la línea guerrillerista, foquista cubana fue exportada a todos los países de la región. Sin la directa intromisión del castrismo ni Chile hubiera vivido la tragedia que sufriera en los años setenta, ni el Cono Sur se hubiera visto bajo la necesidad de responder a los ataques del castrismo erigiendo feroces dictaduras militares, ni las FARC y el ELN hubieran alcanzado la preeminencia que terminara por concederles tremendas ventajas políticas. El caso Juan Manuel Santos y su complicidad con Cuba es emblemático de la total inconsciencia con que los gobiernos latinoamericanos se han enfrentado al castrocomunismo.

La crisis humanitaria –un sintagma hasta ahora desconocido en nuestra región– que asuela a Venezuela culmina la labor de zapa, injerencia y devastación provocada por la tiranía cubana en uno de los países miembros de la región, sin que el tema de la inmensa y hamponil responsabilidad cubana ni siquiera haya sido tratado en las alturas diplomáticas de la OEA. Cuba, país que ha invadido, aplastado, esquilmado, devorado y devastado a Venezuela es el convidado de piedra de la OEA. Ninguna cancillería, y por supuesto muchísimo menos ninguno de los gobiernos del llamado Grupo de Lima, ha alterado sus relaciones con el país responsable de la devastación venezolana. Ninguno ha condenado la invasión de las tropas de ocupación cubanas en territorio venezolano, pero todos han alzado la voz con escandalosos bríos ante la sola mención de la posibilidad de que el gobierno de Estado Unidos intervenga en Venezuela para librar a su pueblo de dichas tropas invasoras.

Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt podríamos decir que los castrocomunistas cubanos son unos hijos de puta. Pero son nuestros hijos de putas. Se les debe total tolerancia. Imagínelo de leitmotiv de las carpetas de los cancilleres del Grupo de Lima. Habrá dado en el clavo.


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