La patria puede ser Guzmán Blanco, si nos atenemos a lo que escribieron sus áulicos. Para la prensa de entonces, los valores fundamentales de la colectividad se resumían en las ejecutorias del Ilustre Americano. Sus virtudes lo convertían en encarnación de los fundamentos de la nacionalidad y en heredero de las glorias de la Independencia. Era el segundo Bolívar, pero también el individuo portentoso que estaba llamado a superarlo. Ni siquiera el Libertador se le podía comparar, afirmaba la propaganda de la época, porque se parecía demasiado al Jesús que caminó sobre las aguas. Su imagen se debía entronizar en las oficinas, y su familia representaba una estirpe sagrada. En realidad, Guzmán fue un sujeto fatuo, un espécimen vanidoso y ostentoso, un mercader truculento y la cabeza de la corrupción en su época, pero fue también la patria y la representación del patriotismo porque planchaba el cuero seco con sus fusiles, sus afeites y su dinero mal habido.

La patria puede ser Juan Vicente Gómez, partiendo de cómo establecieron sus secuaces una sinonimia perfecta entre él y la Venezuela del progreso petrolero. Las plumas de los intelectuales positivistas llegaron a proclamar, sin un sonrojo siquiera, que en las cualidades del Benemérito se condensaban los laureles de una sociedad que clamaba por su presencia desde la época fundacional. Pero no solo era la estatua de bronce del procerato porque manaba luz de su figura, sino también por mandato de las leyes sociales. Estaba escrito en el catecismo de la sociología que el mandatario montañés nos llevara a la cumbre de la positividad racional. No era el producto de una ruleta que por fin nos regalaba su fortuna. Era la patria gobernada por regulaciones inexorables, la segura cúspide después de los fracasos olímpicos del pasado. En realidad, Gómez fue un sujeto oscuro e insípido, un mandón brutal, un torturador inmisericorde y uno de los saqueadores más célebres de la historia latinoamericana, pero fue también la patria y la encarnación del patriotismo por los pavores que sembró y las conciencias que compró durante veintisiete años tenebrosos.

La patria puede ser Marcos Pérez Jiménez, según lo pintaron durante su hegemonía. El retoque de la publicidad de cuño gomero lo exhibió como cabeza de un nuevo ideal que esperaba por el lucernario de su voluntad, y que se reflejaba en el espejo de un país de concreto armado. No solo era la criatura predilecta de las leyes sociales, debidamente ajustadas a las necesidades de una flamante teoría del desarrollo material, sino también la vanguardia de unas fuerzas armadas que habían esperado su hora para llevarnos por el camino correcto después de las calamidades del pasado; y una figura bendita por la jerarquía eclesiástica, cuyas mitras se inclinaban a su paso. Los atributos del patriotismo se resumieron entonces en un desfile de bulldozers y en la custodia de la Virgen de Coromoto puesta a la cabeza de las celebraciones. En realidad, Pérez Jiménez fue un personaje mediocre que no veía más allá de sus narices, un tipo de cerebro cuadriculado por la influencia de su formación profesional, un ladrón comparable con “el Bagre” y un lamentable capitán de torturadores, pero fue, seguramente por tales rasgos, la patria durante una década ominosa.

La patria puede ser también Hugo Chávez, de acuerdo con el mito que él mismo se forjó de regenerador de una sociedad escarnecida. Partiendo de lo que expresó sin contención sobre su paso por la historia, venía a completar la obra que había iniciado el primero de su género, Simón Bolívar, pero con mejores ideas y con más plata. Suplió la falta de teorías y de letras por sus parloteos y por una publicidad desenfrenada, que superó los confines nacionales para llegar a la demasía de proponerse como emblema continental de la dignidad. El anhelo de justicia que abrigaba la sociedad le sirvió de plataforma, hasta el punto de ofrendarlo a la posteridad como un adalid comparable con los habitantes del Panteón Nacional. Ni siquiera la ruina y los dolores que produjo han impedido que muchos lo sientan todavía como un Simón José Antonio transfigurado en paracaidista triunfal. En realidad, Chávez fue un aventurero sin escrúpulos, un promotor de la corrupción administrativa y un enemigo de las libertades esenciales, la medianía más atractiva que salía del pantano venezolano de turno, pero quiere, en atención al plan de sus herederos, seguir siendo la patria por los siglos de los siglos.

El problema que encierra nuestro repertorio de paternidades radica en que se resiste a desaparecer. Como lo vimos sin alarma y hasta con regocijo a través del tiempo, ahora ha decidido meterse en el pellejo de personajes como Nicolás Maduro y Diosdado Cabello para continuar la faena del titán anterior. Es un descendimiento del álbum, el escalón más bajo de la ínclita revista, pero seguimos repasando sus páginas.

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