No existe resurrección sin viacrucis. Ser es conquista de ser. Por eso mismo, sólo se conquista la libertad confrontando y venciendo los horrores de la tiranía. El precio es alto, pero bien vale la pena el sacrificio. La libertad no nace, se hace. El llamado “derecho natural” no es un punto de partida sino un resultado. Hay momentos históricos en los cuales a las ideas no les basta con haber sido pensadas y tienen la necesidad objetiva de volver “sus ojos al mundo externo, no ya en plan de comprender sino, cual persona práctica, de tejer, por decirlo así, intrigas con el mundo y, evadiéndose del transparente reino de Amenthes, se arroja sobre el corazón de la sirena mundana”. Son esos los momentos de su cuaresma. Momentos de cuaresma filosófica. No importa en realidad si algunas veces se viste con las túnicas de los estoicos o con las togas de las escuelas cínica o epicúrea -da lo mismo. Lo importante es que, siempre, tendrá la necesidad esencial de adoptar un pretexto, un rostro, una máscara. 

Cuando la palabra ya no coincide con la cosa, cuando el hacer va de un lado y el pensar de otro, se asiste indefectiblemente a un desgarramiento. La escisión pesa cual daga que atraviesa las entrañas de una multitud que parecía haber conquistado, en algún momento, su civilidad. Pero tarde o temprano llega la tempestad y, con ella, sus pestes. ¿Cómo se puede pensar sobre los escombros? La ironía es “la forma misma de la filosofía”. Ironía es palabra griega. Proviene de la expresión Eirón, que significa actor. Todo eirón recubre su condición empírica tras el guiño inmanente del “¿a que no me reconoces?”, mientras que va mermando la euforia que, finalmente, termina en el Miércoles de Ceniza a partir del cual –corso e ricorso- se inicia el viacrucis, el largo calvario del Espíritu.

Como se sabe, la cuaresma -o quadragesima, como gustaban llamarla los latinos- es un lapso de tiempo para la reflexión, la oratio pro aris et focis, la conversión espiritual y moral y la penitencia. Suerte de “ratón moral”, como diría Federico Riu, representa el “por mi culpa” de la humanidad y, con ello, el punto de inflexión a partir del cual el Espíritu de un pueblo inicia su tránsito doloroso hacia mejores días, hacia su auto-resurrección civil. Así, desde el dolor de su propia caída en la más absoluta corrupción y menesterosidad hasta el momento del reencuentro del sí mismo en el nosotros, la cuaresma tipifica el triste y paciente recorrido -necesario y determinante- que un pueblo tiene que emprender para poder superar el inferno de su aquí y ahora, la actual situación de miseria e indignación frente a un modo de vida que lo ha reducido a pre-humano. La responsabilidad ha sido suya. De las aguas que ha reunido proviene el lodazal que hoy lo ahoga.

Toca asumir, desde el púrpura de su tristeza y la rosa de su pasión, la superación y conservación del recuerdo de su calvario. Madurar quiere decir salir del “Estado de Naturaleza”, reconocerse en la infantil y barbárica perversión y poliformidad que conviene, de una vez, abandonar. No es bajo el extrañamiento de un azaroso quizá que los pueblos se han elevado por encima de sus carencias materiales y espirituales. La Diosa Fortuna posa sus etéreos pies sobre el pan y el vino que se produce “con el sudor de tu frente”. Creer en salvadores o redentores, capaces de “liberar” la sociedad de sus compromisos y responsabilidades, es una gran ficción, una ilusión, cuya menor consecuencia es el desengaño.  

Un aciago 27 de febrero puso en escena esta inmisericorde tragedia en dos actos para los venezolanos. Primero, como resultado y, veinte años después, como punto de partida. Resultado del fardo demagógico y populista y punto de partida de una ciudadanía devenida “masa”, según la descripción hecha por Ortega y Gasset. Así, Venezuela pasó del “te dije que te detente” al “¡dame tu cédula, papá!”. En todo caso, el huevo de la serpiente ya había sido incubado. Una sociedad que se fue acostumbrando al facilismo y la dádiva, a la superficialidad de las formas sin contenido, al consumismo sin producción, al despilfarro inmisericorde y rentista, a la corrupción sin consecuencias y, por supuesto, a esperar que «alguien» o «algo» -un lider, un caudillo, un ser “superior”- hicieran “el trabajo” de redención que ella -la sociedad como tal- no podía asumir, porque nunca estuvo lo suficientemente preparada -esto es: en condiciones concretas y, por ende, maduras- para asumirlo, dado que fue sistemáticamente (mal)educada bajo el prejuicio y la superstición. Toda una constelación de presuposiciones que, en el fondo, son incompatibles con la razón y la libertad. De hecho, todo “conocimiento de oídas”, cuyo remate termina en las doctrinas del “vivarachismo” y el “chinchorreo”, no es opuesto sino, más bien, palmariamente distinto -según la fina línea de demarcación trazada por Benedetto Croce- tanto de la verdad como de la eticidad. Decía Hegel que los pueblos tienen el gobierno que merecen.

Por supuesto que “hay razón en esta locura”, tal como le advierte Polonio -el “gran chambelán- al rey usurpador en Hamlet. Y es que una sociedad que se niega a crecer siempre necesitará de un “padre”, un “preceptor”, un “guía”, para que le “oriente”, para que le trace “el camino” a seguir, para que, desde el poder o sin él, lo alimente, lo vista, lo cure, lo lleve de la mano y, sobre todo, controle su voluntad. Una sociedad es inmadura cuando, no sin pueril prepotencia, persiste en mantener fijas sus presuposiciones, apoyándose exclusivamente en la mera techné, en la unidimensionalidad de la instrucción -¡esa “caja de herramientas”!- propia de la ratio técnica. La heteronomía -el dominio, la coerción, la sumisión- es el precio que debe pagar una sociedad que no ha hecho de la educación estética, de la formación cultural, el más sagrado de sus templos. Un somero estudio de la jerga de la actual adolescencia pone de relieve el enorme grado de descomposición, la abismal fragmentación, del país que fue, mientras naufraga a la deriva (¡y no se hable de sus preferencias musicales!). La heteronomía es el cáncer que carcome las entrañas de los pueblos que pretenden ocultar la presencia de sus tumores.

No puede haber ‘totalidad concreta’ –Gedanken Konkretum– sin Ethos. Se equivoca quien concibe la eticidad como un conjunto de preceptos “aplicables” a una determinada sociedad, un recetario de “valores universales” sin espacio y sin tiempo. Ethos es un modo de vida, un modo del ser y del hacer social, libre, autónomo, que se reconoce a sí mismo en el Estado tanto como el Estado se reconoce en él: es un yo que es un nosotros y un nosotros que es un yo. Es el resultado de una educación integral, de una educación para la vida, más allá de las aulas y de las formas de la burocracia. Sobre la eticidad se construye la madurez necesaria para ser libre. Entre tanto, con la cruz a cuestas, Venezuela termina una nueva cuaresma y, con ella, una nueva oportunidad para resucitar de las cenizas dejadas por la narco-usurpación. No desde muy lejos, la observa con un guiño el Eirón.


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