Algo tienen en común el drama venezolano y el español de estos días. El común denominador es el imperio del odio que ha logrado imponerse en ambos escenarios.

Hay algo de irracional en las sociedades, un ánimo de venganza histórica no resuelta que las convierte en terreno fértil de los pregoneros del odio. Es que resulta fácil convencer a un colectivo no pensante de que sus males son atribuibles a razones por las que no tienen responsabilidad alguna.

Esta disquisición la hago al percatarme de lo mucho que comparten los movimientos secesionistas catalanes y la revolución del siglo XXI que mantiene de rodillas a la Venezuela de hoy. La inspiración de ambos movimientos no es otra cosa que el resentimiento que se inocula dentro de una sociedad que, de partida, tiene motivos para no sentirse tomada en cuenta.

No tengo espacio para extenderme, pero no es difícil reconocer que para que el número de adeptos al radicalismo catalán se haya duplicado en los últimos años hasta alcanzar un quinto de su población ha sido necesario sensibilizarla con un discurso divisionista, exento de toda lógica política o económica, que promete un estado celestial de cosas inalcanzables además de utópicas, todo ello gracias a la desvinculación institucional de España. Un tantico de reflexión hace ver claramente que la pujante, hermosa y laboriosa Cataluña perdería todo su capital y empuje salidor si de la noche a la mañana se desasociara de la comunidad que no solo la alberga sino, a su vez, le agrega valor.

Otro tanto estuvo ocurriendo en nuestra patria venezolana durante los primeros años del mandato de Hugo Chávez, llevado también al poder por una masa irreflexiva que adoraba su látigo justiciero, lo que no era otra cosa que la expresión de un profundo reconcomio social. Muchos años nos hemos tardado en percatarnos, con dolor propio, del caos que nos ha redituado esta parodia de revolución cuya consigna ha sido el odio entre hermanos y cuya proclama ha incluido el rechazo virulento a sociedades y gobiernos que sí han sabido brindar progreso y bienestar a los suyos.

En el caso venezolano no fuimos capaces de atisbar a tiempo adónde nos conduciría una propuesta animada solo por el deseo de vendetta. Llevamos ya más de tres lustros recibiendo su impacto desolador que, además, nos deja huérfanos de futuro para las generaciones nuevas.

En el caso del secesionismo catalán, repetido con diferentes decibeles a lo largo de varios episodios históricos más o menos recientes de xenofobia independentista, no está faltando la voz de alerta que advierta las consecuencias de este tipo de iniciativas emponzoñadas del veneno del odio.

Ojalá estos aprendan del ejemplo ajeno.


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