En 2007 tuve la oportunidad de estar tres semanas en Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, invitado por la Embajada de España y la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). El propósito era impartir un curso de mejoramiento para maestros que consistía en un módulo de gramática y otro de literatura española e hispanoamericana. Llegamos de noche a Bioko –la isla antes llamada Fernando Poo mientras fue colonia española–. La mañana siguiente, nuestros anfitriones nos llevaron a dar una vuelta por la ciudad y sus aledaños; el profesor que nos atendía prometió enseñarme algo que seguramente jamás había visto y que me iba a sorprender mucho: pidió al chofer de la embajada que agarráramos una carretera que se internaba en la selva y cuando ya no se veía la ciudad se detuvo. “¿Ves eso que está allí?”, me preguntó el profesor. “¡Sí!”, le contesté emocionado, “¡es una ceiba!”. El profesor, algo contrariado, confirmó lo que ya sabía y que era común para mí: el enorme árbol que daba varias decenas de metros de sombra, de poderosas y nervudas raíces era una Ceiba pentandra, semejante a las que hay en Trujillo, mi estado natal. De hecho, a la entrada del aeropuerto de Valera se yergue –¿todavía estará allí?– un ejemplar de ceiba hermoso y cálido como la tierra. El profesor que me quería sorprender no calculó que Venezuela y Guinea Ecuatorial están más o menos a la misma distancia de la línea ecuatorial y tal vez por eso la vegetación es parecida.

Lo que no supo nunca el amable profesor que con tanto cariño nos atendió allí fue lo que verdaderamente conmocionó mi visita a la isla, plagada de momentos entrañables y gestos amorosos de un pueblo que soporta con estoicismo tantas décadas de tiranía bajo el puño de hierro de Teodoro Obiang. La suya es la única dictadura que yo conozco que no precisa de intelectuales, o al menos fue eso lo que me pareció a mí. Desde la época en que estuve allá a la actualidad las cosas han debido de cambiar un poco (al menos de cara al mundo), pues una de las buenas noticias de 2013 fue la creación (¡por fin!) de la Academia Ecuatoguineana de la Lengua Española, la más joven de la ya robusta familia de academias que estudian, divulgan y preservan ese tesoro nuestro que es el español. No hay que descuidar este dato, pues Guinea Ecuatorial es uno de los dos únicos países africanos donde nuestra lengua es idioma oficial, y el único país de África Subsahariana en el que se habla español –y muy mal que les pesa a los francófonos del entorno–.

Pues bien, ese primer día nuestro en Malabo, hubo una graduación en un enorme auditorio perteneciente a la universidad. Fue una ceremonia como muchas otras de su categoría, llena de emoción y agradecimiento. La diferencia estuvo en que a la media hora de comenzar, el acto se aceleró dramáticamente: se entregaron los diplomas a toda prisa y sin más preámbulos fuimos sacados del recinto. Cuando ya regresábamos al hotel, nos dijeron que ese había sido el último evento del auditorio porque el gobierno había decidido demolerlo para construir una carretera. Yo pensé que el progreso no respeta tradiciones ni edificios; y a la mañana siguiente, cuando pasamos frente al lugar, ya no había nada. Nada: solo el terreno pelado. En 24 horas habían borrado de la faz de la isla un lugar que tendría, por lo menos, 60 años allí. Quedé perturbado.

Perturbado por este y algunos otros (aterradores) detalles, comprendí que a Obiang el pensamiento, el arte y los intelectuales le estorbaban o, al menos, le sobraban en la sociedad. Platón expulsa a los poetas de su república; Obiang lo supera: destierra toda posibilidad de pensar. Su régimen de terror no dejó de sobrevolarnos durante nuestra estancia, sin real peligro, porque éramos invitados de España, pero sí muy vigilados, al punto de que en un receso de clase, uno de mis alumnos, simpático y hablador, se me acercó y me dijo: “Yo soy policía, profesor, y estoy aquí para ver si usted decía algo contra nosotros, pero no se preocupe, estamos muy contentos con usted y sus clases, no le va a pasar nada”. Hasta entonces no estaba preocupado, pero desde ese momento un secreto sobresalto me acompañó a todos lados hasta que regresamos a Madrid, y solo el cariño y la desmesurada amabilidad de los maestros que nos escuchaban con entusiasta atención –cada mañana nos llevaban frutas y enloquecedoras mazorcas de maíz recién cocinadas– nos relajaron e hicieron de nuestra estancia una experiencia inolvidable, de la que atesoro con celo una totuma que me regalaron al final del curso y que todavía uso para beber agua muy fría, lleno de gratitud.

La estupefacción que no había logrado la fuerza de la poderosa ceiba de Bioko, la generaron en mí las preguntas que no me abandonaron ninguno de los días en que di clases en la población de Luba: ¿En verdad puede prescindir una dictadura de los intelectuales? ¿Cumplen papel alguno en esas circunstancias? ¿Se atreven los pocos intelectuales que quedan a levantar la voz, a señalar los atropellos y las injusticias, a tratar de evitarlas? ¿Cuál es la responsabilidad de la clase educada en la permanencia de una dictadura una de cuyas cárceles es la más peligrosa y sanguinaria del mundo –Playa Negra–? El terrible espejo de ese hermoso país –su gente es amable hasta las lágrimas pero pobre de solemnidad, mientras el país tiene una renta per cápita superior a Luxemburgo– es en el que me miré una vez, entristecido, y pensé en el mío y en el papel que los intelectuales hemos jugado (o no) para que tuviera lugar la tormenta perfecta en la que nos encontramos y que tantos padecen hoy en día, sin aparente final.


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