Todos los días en esta Venezuela maltratada muchos hijos se nos van. Los muchachos que la nación vio nacer se enrumban buscando nuevos destinos, dejan su bosque y escarban por un nuevo refugio. Una frustración para quienes apostaron por su futuro, constatar que lo que hicimos bien como padres no lo logramos como ciudadanos. No les hemos dado el país noble y estable que se merecen. Cuando llega el momento de la partida nos embarga una gran tristeza. Se produce un dolor que se aloja en el pecho. Es como un papagayo que se nos desprende en pleno vuelo. Cuando un hijo se va te queda la sensación de una tarea que faltó por cumplir, que algo más pudiste dar. Piensas en el tiempo transcurrido, en el recorrido, piensas en la rutina que compartieron y los días que pasaron bajo el mismo techo, muchas veces sin estar presentes.

Te increpas, cuántas veces salimos a caminar y pudimos escucharle para compartir sus sueños. Cuántas veces lo acompañaste al médico. Cuántas horas pasamos juntos pero ausentes. Cuando un hijo se va, se produce un gran vacío, queda el tormento de que el tiempo ya no se regresa, lo que hiciste bien y lo que no, ya el pasado lo borró. Cuando un hijo se va, la vejez se acelera, la tristeza te embarga.

Cuando un hijo se va, te queda la duda del reencuentro. Te preguntas cuántas veces los volverás a ver. Cuánto tiempo más pasaremos juntos. Cuando un hijo se va, es como el viento que se lleva una hoja. Siempre te queda la duda de cómo su futuro será. Allí te recriminas sobre si lo hiciste bien. Si tu verbo los ayudó y los orientó a tiempo. Que lo poco o mucho que les diste de algo sirvió. Te queda la incertidumbre de si será que recuerdan más lo que les diste que lo que dejaste de dar. ¿Será que el abrazo y el beso de noche pesó menos que el regaño fugaz? Cuando un hijo se va, el silencio sube de volumen, la tristeza te embarga y el tiempo te increpa.

Muchos países reciben miles de venezolanos. Los padres se quedan luchando con una esperanza: que esos hijos algún día regresarán.


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