No es fácil discernir quién es bueno y por qué calla cuando hay que hablar. Buenos, buenos, además, son muy pocos. Lo normal es que todos seamos frágiles y nos equivoquemos.  Lo normal es sentir temor si el hablar tiene represalias o genera alguna incomodidad en “mi” vida. Por ser hombres, sin embargo, lo normal es que todos tendamos a la compasión y sintamos al menos rabia por la injusticia. Lo humano es denunciar el mal que se ve y daña a otros; el mal que trasciende y tiene consecuencias. Eso sería lo normal: hacer algo para frenar un pequeño abuso que puede terminar en tragedia. Pero callar es más fácil; voltear la mirada también. Vivir como si algo no estuviese sucediendo nos zafa del sufrimiento ajeno y no nos complica la vida. Después de todo, como dice  Eli Wiesel, premio Nobel de la Paz (1986), es “una inconveniencia estar implicado en el dolor y la desesperación de otra persona”. Más fácil es ser indiferente.

Este es precisamente el tema en el que Wiesel ahondó a lo largo de su vida, a raíz de su dolorosa experiencia en Auschwitz y Buchenwald. Advertir que el mundo sí sabía lo que ocurría en los campos de concentración; ver con claridad la cadena de complicidades que hicieron posible que el mal penetrara hasta en la intimidad de las vidas, lo sensibilizaron particularmente en lo que implica ser indiferente. “Etimológicamente”, dice, “la palabra significa «ninguna diferencia». Un estado extraño y artificial en el cual las líneas velan entre la luz y la oscuridad, el anochecer y el amanecer, el crimen y el castigo, la crueldad y la compasión, lo bueno y lo dañino”. Por adormecer en nosotros la compasión, algo hacia lo que debería tender un buen corazón, la indiferencia es inhumana. Para Wiesel, “es más peligrosa que la cólera y el odio”. Y esto porque “la cólera puede ocasionalmente ser creativa. Uno escribe un gran poema, una gran sinfonía, uno hace algo especial por la humanidad porque está enojado con la injusticia de la que es testigo. Pero la indiferencia nunca es creativa. Incluso del odio se puede obtener, ocasionalmente, una respuesta. Uno se enfrenta a él. Uno lo denuncia. Uno lo desarma. De la indiferencia no se obtiene ninguna respuesta. La indiferencia no tiene respuesta”. Si se piensa bien, la indiferencia tiende más a la omisión que a la bondad. Por eso uno podría repensar aquello de que el mal corre en el mundo “cuando los buenos callan”, pues ¿hasta qué punto se es bueno si se calla lo que sería justo develar? Es cierto que no podemos penetrar las conciencias; es cierto que todos somos vulnerables y podemos pecar de omisión, pero cuando el mal es tangible, si se quiere hacer alguna diferencia en nuestro entorno, es justo hablar o hacer algo.

La omisión nos hace tan responsables como hacer el mal. Creo que a veces es peor, porque la trascendencia de un solo silencio pudo haber detenido una guerra a tiempo. Y el que creyó en la guerra, la hizo. Por eso dice Wiesel que “la indiferencia es siempre el amigo del enemigo, beneficia al agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se magnifica cuando él o ella se siente olvidado. Para el preso político en su celda, para los niños hambrientos, para los refugiados sin hogar…, no responder a sus apuros, no relevar su soledad ofreciéndoles una chispa de la esperanza supone exiliarlos de la memoria humana. Y denegando su humanidad nos traicionamos a nosotros mismos”.

La indiferencia, la omisión, la complicidad con quien daña a otros tienen siempre una gran trascendencia. La valentía para denunciar y enfrentar el mal, para arrepentirse y salir del error, para ayudar y socorrer a alguien necesitado, puede no solucionar los problemas del mundo y del país como uno quisiera, pero sí puede hacer una gran diferencia en nuestro entorno, entre quienes vivimos. No es fácil. Personas como Eli Wiesel no sobran en el mundo, pero su particular lucha en favor de la fraternidad humana despertó muchas conciencias mientras vivió. A su muerte siguen trascendiendo su memoria y sus palabras. Superar la primera omisión ya enrumba en un camino que lleva a superar omisiones de mayor envergadura. Como todo, hacerlo es una decisión personal de gran trascendencia. No hacerlo, también.

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