Desde hace un buen rato, la democracia se ha vuelto un estorbo para el gobierno.  La promesa inicial de profundizarla devino en el actual autoritarismo. Sin entrar en causas anteriores, que las hubo y de relativa vieja data, la mayor incomodidad parece haber surgido cuando a los sectores de la oposición se les ocurrió jugar como equipo y ganar la Asamblea Nacional, con una mayoría clara de votos, además.  El Gobierno decidió, entonces, desentenderse de ella y gobernar a su aire, cosa que fue posible gracias al irrestricto soporte que le brindó el TSJ,  integrado por magistrados que fungen como feligreses del oficialismo, tanto así que en un poco más de un año elaboraron alrededor de cincuenta sentencias de distinto tipo y calibre, todas con la idea de limitar las funciones del parlamento. Por otro lado, y como es sabido, hace una semana el TSJ anunció otras medidas que, a juicio de la fiscal general de la República, significaron una ruptura del hilo constitucional a pesar del remiendo que intentó hacérsele.  Fue la gota que derramó el vaso y dejó al Gobierno en cueros. 

En esencia, las referidas medidas pretendieron zafar al Presidente Maduro del fastidio propio de la democracias (consultar, cumplir la ley, convenir, admitir la división en los poderes públicos, respetar puntos de vista diferentes y otras cosas parecidas, también incómodas), a fin de dejar al Ejecutivo con las manos libres en varios asuntos, sobre todo en los concernientes a las negociaciones que, en modo de depredación ambiental, se llevan a cabo en el Arco Minero y a los no muy transparentes movimientos relacionados con la explotación de la Faja del Orinoco, tratando en ambos casos de darle desesperadamente oxígeno al modelo rentista que rige la vida nacional desde hace alrededor de un siglo.

Contando con la disponibilidad del TSJ, siempre sacándose de la chistera una interpretación ingeniosa de la Constitución que favoreciera el interés oficial, el Gobierno terminó quedando sin el necesario ropaje para cubrirse política e ideológicamente. Quedó a la vista como un gobierno autoritario, expresión de un proyecto dominado por una retórica fantasiosa (Venezuela Potencia, uf ¡) y de una gestión signada por errores de toda índole, marchas y contra marchas, además de leyes e infinitas comisiones que parecieran siempre ideadas para tratar  de esquivar a la realidad.  Un proyecto ejecutado en clave “conforme vaya viniendo vamos viendo”, que cuenta con el Plan de la Patria como reservorio épico y cuya única razón de existencia es el poder por el poder mismo. En pocas palabras, el socialismo del siglo XXI se puso en evidencia como un galimatías ideológico y, si bien repartió con amplitud el enrome ingreso petrolero, lo hizo de un modo  que hizo difícil construir los fundamentos necesarios para mejorar, de manera permanente, la vida del venezolano.  Así,  hoy en día, y tan sólo por aludir a un aspecto muy caro al proyecto bolivariano, según la Encovi (la encuesta llevada a cabo por la UCV, la USB y la UCAB), en estos días la pobreza es mayor que al final de los años noventa, como también es peor la distribución del ingreso.

Por la vía que lleva, el chavismo, al menos en su versión gubernamental, que es por ahora la dominante, implica una propuesta inviable política, social, económica y éticamente. Habrá que ver si es capaz de entender su necesidad de reinventarse.


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