Es una pregunta de respuesta cómoda en circunstancias equilibradas. La repulsión que genera el pésimo gobierno de Nicolás Maduro lo ubica como un mandatario amputado de respaldo mayoritario. No existe en el hemisferio occidental gobernante alguno con mayores estadísticas de rechazo.

En cualquier ángulo de la sociedad venezolana,  la animadversión que despierta crece de manera exponencial. Sus exposiciones públicas son el armazón del desvarío, la marcha trasnochada de una revolución que tiene fermentada el alma. Son la conjunción de una corrompida forma de gobernar asociada al desfalco.

El atribulado proceso revolucionario nacional es la desquiciante puesta en escena de las peores condiciones atribuidas al ser humano. Cada día que se asoma resplandece dramáticamente una crisis que hizo del abismo un destino común para millones de venezolanos. Una marca en la frente de una nación con enormes potencialidades, pero que sufre la afrenta de ser dirigida por seres incalificables.

Desgraciadamente, no es fácil romper el cerco que somete al país. Un inepto presidente, con un rechazo colosal en las mayorías empobrecidas, tiene la primera opción de seguir hundiéndonos desde Miraflores. ¿Cómo? Sencillamente, se ampara en toda una red de subterfugios para lograr el triunfo a través de un sistema amañado. Estamos sometidos por un mecanismo de control absoluto.

Aquí la opinión mayoritaria es irrelevante. Todo está organizado para lograr éxitos electorales, aun teniendo un rechazo de 80%. El enorme ventajismo electoral, montado en toda la estructura de un Estado inmoral, es el arma potente para reducir a la mayoría a la mínima expresión. Los primeros que saben que en condiciones normales no ganan ni siquiera un concurso de carnaval en Aroa son ellos. Por ello, utilizan toda una estrategia tendente a lograr mantenerse en el poder con trampas.

Paradójicamente, el gran rechazo que experimenta la opción Nicolás Maduro poco cuenta. Su reciedumbre viene dada por un sistema mañoso que lo hace fuerte al tener al real oponente fuera de combate. En Venezuela, toda la argucia comicial fue creada para hacer posible la perpetuidad de la especie revolucionaria en el poder. Creer que estos cederán en sus herméticas posturas de manutención de la trapisonda electoral es de ilusos nómadas de la política pedestre.

Las dictaduras hacen elecciones para ganarlas, para darles a sus críticos universales un estuche de cosméticos donde ocultar su verdadero rostro. Es la vieja marcha de los totalitarismos por las distintas estaciones de la historia universal. El tirano siempre buscará morirse en la bacinilla. Con el control asfixiante de las instituciones, ¿quién puede vencerlo? Solo teniendo igualdad de condiciones –manteniendo atado con cadenas de equilibrio democrático al rabioso perro del Estado absolutista– se podría vencer con holgura. Lo otro es prestarse al circo de concurrir para legitimar una trastada.

La reacción universal contra la pretensión hegemónica del gobierno venezolano es casi unánime. Ninguna administración sensata del planeta quiere hundirse con ellos. Es un gobierno rechazado y deslegitimado por la democracia universal, únicamente  pequeños regímenes trogloditas se atreven tímidamente a levantar sus banderas. Incluso, grandes arquetipos de su ilusión revanchista como China y Rusia han apoyado apáticamente al molesto moscardón miraflorino. Esas debilidades en el ámbito internacional tratan de equipararlas con mayor sometimiento. Han  construido una inmensa cárcel para las ideas de libertad, que la misma tenga las medidas de esta nación. En el desmedido abuso está su fortaleza para continuar escribiendo capítulos de horror en el alma venezolana.

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