Cruzar “la línea roja” es una metáfora referida a un límite que no se puede rebasar. En lo relativo a materia política y diplomática, implica exponerse a riesgosas consecuencias. En 1957 Marcos Pérez Jiménez cruzó la línea roja, cuando, violando la Constitución de 1953, manipuló el proceso electoral y “ganó” el plebiscito del 15 de diciembre de 1957 para permanecer en el poder, pese al repudio general. Esto trajo como consecuencia una reacción que cristalizó el 23 de enero de 1958.

También significó un punto de inflexión histórico la invasión de Napoleón a Rusia en junio de 1812, hecho registrado literariamente por León Tolstoi en Guerra y paz. La derrota militar sufrida por el corso le impidió materializar su aspiración de dominar a Europa. Esta invasión constituyó el cruce de la fatal línea. Lo mismo puede decirse de la invasión de Hitler a la Unión Soviética, la cual constituyó el comienzo de su derrota final.

En relación con la situación venezolana actual, hay que formular la pregunta: ¿ha cruzado el gobierno la línea roja? La revolución bolivariana, por sus características estratégicas de consolidar el control totalitario, no ha cruzado la línea roja de un solo golpe sino en actos escalonados. El primero está constituido por la sentencia N° 156 del 29-3-2017 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia que disolvió la Asamblea Nacional y se atribuyó las facultades constitucionales de dicha asamblea, lo que dejó perplejos a tirios y troyanos. Esta sentencia produjo una reacción nacional e internacional que obligó a la sala a dar marcha atrás: a los tres días la dejaron sin efectos por medio de una aclaratoria.

Como consecuencia de la reacción contra la señalada sentencia N° 156, la revolución bolivariana diseñó la creación de la asamblea nacional constituyente, con la cual logró lo que no había podido lograr la sentencia de la Sala Constitucional: vaciar la Asamblea Nacional de sus facultades constitucionales. Esta asamblea constituyente corresponde a un segundo paso en el camino hacia el cruce definitivo de la línea roja.

El proceso electoral del 20 de mayo de 2018 representa el tercer paso en este recorrido, por cuatro razones. En primer lugar, porque fue convocada por la asamblea constituyente, la cual, como se dijo, es desconocida por las democracias occidentales y por todos los sectores nacionales no afectos al régimen. En segundo lugar, porque el proceso se hizo con varios candidatos con opción de poder inhabilitados. Como si esto no fuera suficiente, en tercer lugar, encontramos la inhabilitación de importantes partidos políticos. Y, en cuarto lugar, los miembros del Consejo Nacional Electoral son afectos al gobierno, lo que le quita el rasgo de imparcialidad necesario para un proceso electoral confiable. Por todas esas razones, estas elecciones no cumplieron con las condiciones de integridad electoral indispensables en una democracia.

Dentro del contexto anterior, debe verse la juramentación del presidente Nicolás Maduro pautada para el 10 de enero de 2019. De acuerdo con la Constitución, en el caso de un presidente electo según sus normas, el período constitucional comienza el señalado 10 de enero, mediante juramento ante la Asamblea Nacional. Esto no sucederá porque en Venezuela tenemos, por un lado, la Constitución y la Asamblea Nacional, y, por el otro, la asamblea nacional constituyente y las reglas que esta va dictando en el recorrido del control absoluto de la vida de los venezolanos. Tenemos un cuadro constitucional y uno fáctico; es este último el que marca el ritmo de la política.

La juramentación del presidente Maduro ante la asamblea constituyente será el paso definitivo en el cruce de la línea roja y pasar al terreno de los hechos. Dependerá de él no dar este paso que lo situaría tras la fatídica línea roja y exponerlo a conflictos diplomáticos. Si lo hiciere, Venezuela se saldrá definitivamente del cauce constitucional que solo puede recuperarse mediante un proceso electoral con todas las garantías democráticas.


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