¿Bastará ese 85% de desencantados, indignados y mortales enemigos de la dictadura socialista venezolana como para desterrar de nuestra sociedad toda veleidad socializante y comprender, de una vez por todas, que el socialismo es la inevitable vía hacia la dictadura, el fracaso, la ruina y la devastación? O ¿ya habrá quienes aseguren que ni Castro ni Allende, ni Chávez ni Ortega, ni Correa ni Evo Morales, ni Lula ni Dilma, ni Néstor y Cristina Kirchner, ni Michelle Bachelet son o han sido socialistas, y que tampoco lo fueron Stalin, Mao, Ho Chi Mihn y Kim Il Sung? ¿Que el socialismo es puro y casto como una paloma y que hay que volver a insistir por la trillada senda del fracaso del socialismo devastador releyendo El Manifiesto Comunista?

He vivido de primera mano dos revoluciones: la chilena, de la Unidad Popular, y la venezolana de Hugo Chávez. Fueron dos desastres. La de Cuba, bajo cuya influencia se desarrollaron las dos anteriores, ha sido posiblemente la más cruenta y desastrosa. Ni Cuba ni Venezuela ni Chile vivieron bajo los gobiernos impuestos por las mencionadas revoluciones; una sola mejora en sus condiciones económicas y sociales. Fueron estruendosos fracasos. Y como si con la devastación económica causada no hubiera bastado, terminaron recubiertas por un baño de sangre. Cual más cual menos, experimentos de ingeniería social que constituyeron terribles mutilaciones. Como todas las revoluciones socialistas del siglo XX, con la media excepción de China, que supo liberarse de la maldición del fracaso echando por la borda las pretensiones marxistas y asumiendo una vía de desarrollo subordinado a la economía de mercado: un capitalismo de Estado en el marco de una dictadura de masas. Acomodada al mercantilismo de la globalización.

Detrás de esos fracasos manifiestos, crueles y sangrientos, que se han saldado con decenas y decenas de millones de cadáveres, generaciones amputadas y esperanzas muertas, cabe preguntarse por la razón de que el socialismo, culpable de los más estruendosos fracasos de ingeniería socioeconómica de la historia de la humanidad, continúe tan vigente como hace siglo y medio, cuando Marx publicó El Capital. Que países que sufrieron sus indiscutibles fracasos y vivieron en carne propia el renacimiento de sus sociedades gracias a la implementación de políticas diametralmente alternativas, liberales y basadas en el irrestricto respeto a la propiedad privada, vuelvan a intentar repetir el vía crucis del fracaso, como movidas por un Sísifo idiota. Y que, a pesar de tan abrumadoras pruebas en contrario, en lugar de seguir transitando la senda del éxito comprobado, quieran volver a probar de la amarga y letal medicina.

Chile es un caso paradigmático. Después de enterrar la catástrofe socialista y poner en pie uno de los sistemas de crecimiento económico más deslumbrantes y exitosos intentados en América Latina, ya ondean las banderas rojas bajo la hoz y el martillo, a los sones de La Internacional. Los comunistas, que no tienen otros éxitos que mostrar que la tragedia cubana, el espanto venezolano y los mataderos de las guerrillas, vuelven a dictar cátedra de lo que debe o no debe hacer la llamada izquierda democrática –si ello existe–, montando en su altar al muñeco de Alejandro Guillier, el “independiente”. Terminando por colonizar a los socialistas y espantando, de paso a los demócratacristianos.

El socialismo, en su más pura esencia, vale decir: el comunismo, es absolutamente incompatible con la libertad. Y sin libertad no hay libre iniciativa ni progreso. Ni muchísimo menos prosperidad y democracia. Basta comparar las variables socioeconómicas del Chile posallendista con Cuba para concluir con una verdad indiscutible: hacia 1960 compartían en igualdad de condiciones todas dichas variables. Desde el volumen poblacional hasta el ingreso per cápita. Hoy, después de medio siglo, se encuentran en las antípodas. Lo que no impide que el socialismo chileno se niegue a reconocer los hechos e insista, de la mano del Partido Comunista y del Partido Socialista, principales responsables del brutal fracaso de la Unidad Popular, en buscar la Presidencia de la República en una tragicómica repetición de los acontecimientos que desembocaron en el gobierno de la Salvador Allende, la grave crisis de gobernabilidad suscitada entonces y la inevitable intervención de las fuerzas armadas.

Lo mismo sucede en España. ¿Quién habría de hacer entrar en razón a quienes confían en Pablo Iglesias y creen que será capaz de elevar los niveles de desarrollo y consumo españoles?

Pero, por ahora, nuestro problema más urgente es velar por Venezuela. ¿Bastará ese 85% de desencantados, indignados y mortales enemigos de la dictadura socialista, castrocomunista venezolana como para desterrar de nuestra sociedad toda veleidad socializante y comprender, de una vez por todas, que el socialismo es la inevitable vía hacia la dictadura, el fracaso, la ruina y la devastación? O ¿ya habrá quienes aseguren que ni Castro ni Allende, ni Chávez ni Ortega, ni Correa ni Evo Morales, ni Lula ni Dilma, ni Néstor y Cristina Kirchner, ni Michelle Bachelet son o han sido socialistas, que tampoco lo eran Stalin, Mao, Ho Chi Minh y Kim Il-sung, que el socialismo es puro y casto como una paloma, y que hay que volver a insistir por la trillada senda del fracaso del socialismo devastador?

Lo dijo Einstein y hasta hoy no hay quien lo rebata: solo el universo y la estupidez son infinitos.


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