“Hubiera preferido otra muerte”, dijo textualmente el ex presidente Carlos Andrés Pérez al momento de ser condenado en el proceso judicial menos jurídico y más políticamente incriminatorio y sesgado de la historia judicial de la Venezuela democrática. Alan García, su compañero y amigo, la prefirió: al momento de presentarse una comisión policial tras su captura, en su domicilio del barrio limeño de Miraflores, se descerrajó un tiro en la sien que le provocó minutos después la muerte ya en la clínica cercana a su domicilio a la que fuera trasladado de urgencia. Contaba con 71 años, exactamente la edad de Carlos Andrés Pérez al ser enjuiciado, encarcelado y destruido políticamente por una aviesa campaña de terrorismo mediático, psicológico y jurídico y llevado a la cárcel en medio de un aterrador proceso de asalto al poder por parte del golpismo cívico militar que terminaría por devastar al país y echar a pique la obra que él, junto con la alta dirigencia de su partido Acción Democrática, habían hecho posible. Un proceso retratado con minuciosa e impactante objetividad periodística, cercana a una crónica de sucesos de un Dashiell Hammet o un Raymond Chandler, por la periodista venezolana Marta Rivero en una obra ya clásica de periodismo político, La rebelión de los náufragos.

Demasiado vital y, en el fondo de su corazón, demasiado optimista para enfrentar sus contrariedades –“llueve y escampa” fue su leit motiv -, perfectamente consciente de que todo es reversible en la historia política de los hombres, no transitó el umbral de la tragedia que su compañero socialdemócrata peruano había decidido atravesar seguramente desde mucho antes de convertirlo en realidad. Pero al momento de enfrentar el juicio amañado, maligno, injusto y absolutamente arbitrario al que lo sometiera la canalla dirigida por Ramón Escovar Salom, Arturo Uslar Pietri, Rafael Caldera, José Vicente Rangel y Juan Antonio Cova, secundados por el unánime aparato mediático de prensa, radio y televisión que no dejó tecla sin tocar para llevarlo al cadalso, sedienta esa capilla golpista de la hoguera que creían purificadora, pero en verdad preparatoria del verdadero asalto al poder para ser devorado por las hienas del castrocomunismo pandillesco, mafioso y criminal que necesitaba deshonrarlo para apartar cualquier escollo que pudiera interponerse en su avance hacia la conquista del poder, debió tragar hasta la última gota de la cicuta que le prepararan sus propios compañeros de partido, desde Jaime Lusinchi hasta Alfaro Ucero y desde Henry Ramos Allup hasta Humberto Celli. 

Pero el orgullo y una animadversión visceral a la cárcel por motivos políticos –nació mientras su padre estaba en prisión por su militancia antidictatorial y vino a conocerlo cuando ya era un niño al ser liberado de prisión– lo habrán predispuesto a preferir de hecho esa otra muerte, incluso provocada por su propia mano, que la de su honra, su prestigio y su trayectoria política. Nos cuesta a los venezolanos comprender algo que para un peruano como Alan García o un chileno como Salvador Allende son esencia de su formación política y moral: un hombre público prefiere morir a verse deshonrado por la vindicta pública. Se me hizo carne al ver cuán farsante, deshonroso y circense fue el comportamiento de Hugo Chávez al ser detenido tras los sucesos de abril de 2002. ¿Alan García o Salvador Allende arropándose en la sotana de un obispo para salvar el pellejo? 

Toda especulación acerca del probable resultado del juicio al que se le sometería es banal ante un hombre que no soporta la deshonra de la sospecha y la acusación, con toda la parafernalia humillante y demoledora que suele acompañarla. Más aún, conociendo el veneno y la inquina de perros asesinos que suelen alimentar a los perseguidores de profesión. Salvador Allende no había cometido ningún crimen de aquellos que proliferan a niveles estratosférico en un país político tan inmoral, ladrón, narcotraficante y pervertido como la Venezuela chavista, pero había desafiado la majestad institucional de un Estado quebrantado en su esencia por el asalto revolucionario que él propiciara y terminara escapándosele de las manos. No es el caso de Alan García, acorralado por todas las fuerzas políticas en una sociedad en estado de destrucción. 

¿Puede alguien imaginarse un acto de sacrificio lustral como el socrático suicidio de Alan García en personajes del hamponato político castrocomunista venezolano como Nicolás Maduro, Tareck el Aissami o Diosdado Cabello? Antes se esconderán como ratas, se llenarán de piojos y tratarán de escapar a su aprehensión, como hiciera Sadam Hussein en Irak. El suicidio, siempre por motivos que escapan a la comprensión humana, requiere de un valor y una integridad moral ausente de seres tan corruptos. Alan García, descansa en paz. 


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