Hay cerca de 100 millones de cristianos en China, más que la población entera de Alemania, Reino Unido y España y Francia unidas y, aun así, la posición de la feligresía y de sus prelados y jerarcas, de cara al gobierno comunista, no ha sido cómoda.

Una persecución en contra de sus prácticas y creencias se ha desarrollado por parte de los distintos gobierno de la que han salido mal paradas congregaciones que han sido desalojadas, iglesias que han sido profanadas, templos protestantes que han sido demolidos.

Ello ha llevado a que la presión sobre los fieles, las creencias y sus infraestructuras hayan aumentado considerablemente, mientras en el “per contra” se han estado armando iglesias clandestinas que desconocen de manera abierta el poder y las directrices emanadas del Partido Comunista chino.

Durante la era de XI Jinping la relación Estado-Iglesia Católica ha tenido tropiezos porque, de todos los grupos que profesan religiones no autóctonas, son los que obedecen al Vaticano quienes se han estado expandiendo y consolidando con mayor fuerza, además de hacerlo de forma selectiva. Apuntan a las ciudades más grandes, a las urbes más prósperas y consiguen captar a profesionales medios, gerencia de grandes empresas y hasta a funcionarios públicos de cierto nivel. Hay en ello un gesto de inusitada rebeldía que se ha convertido en una piedra en el zapato del todopoderosos Xi.

Las relaciones están rotas desde 1951, pero alguna solución a este malestar interno debía ser alcanzada. Fue así como en las semanas pasadas, y luego de turbulentos contactos con el Vaticano, se logró armar, el sábado 29 de septiembre, un acuerdo de no agresión de acuerdo con el cual el papa Francisco avanza reconociendo la legitimidad de siete obispos que habían sido designados por Pekín, a cambio de poder decidir cómo se nombrará a los próximos obispos chinos.

Ambos lados se sienten ganadores con este nuevo statu quo en vigor, lo que solo anuncia que las dificultades seguirán presentes.

Si el Partido Comunista, por esta vía ya rubricada con Roma, ejerce una vigilancia sobre las iglesias católicas oficiales, las que operan de manera subterránea no tendrían razón de mantenerse. Y aquellas que se subsisten con una venia débil de las autoridades, serán poco a poco llamadas a apegarse a la normativa emanada del PC.

La Iglesia, por su lado, estima que es mejor operar en la luz del día que en la clandestinidad, y por ello ha dado su brazo a torcer aceptando la designación de autoridades eclesiásticas por Pekín pero preparándose a presentar una contraparte de obispos capaces de mantener en crecimiento la feligresía y de hacerle contrapeso a las ateas corrientes oficiales.

El acuerdo firmado hace pocos días no es un gran paso a favor del respeto mutuo pero sí de una convivencia pacífica, ya que está inspirado en el deseo de restablecer lazos de entendimiento entre el Vaticano y Pekín. Y la Iglesia gana con ello algo de formalidad en su presencia en China, una formalidad que no ha existido nunca en casi un siglo.

Pero no nos hagamos ilusiones. El acuerdo en vigor no es político sino de carácter pastoral. Algunos lo abrazarán y otros, en lo absoluto. Lo que no se ve en el panorama cercano es una apertura de relaciones diplomáticas entre los dos Estados, particularmente debido a que el Vaticano es, a esta hora, el único país europeo en reconocer a Taiwán como un Estado independiente. También en este terreno el papa Francisco mantiene otra sabia piedrita en el zapato de Xi.


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