Pensándolo bien, la única vía que podría garantizar a Venezuela volver a una cierta “normalidad” como nación sería, ciertamente, la vía de la educación. No existe otro camino para relanzar al país a los derroteros de la superación de la trágica hambruna que se cierne sobre nuestra maltrecha economía nacional.

El terrible daño que la revolución socialista le ha infringido a los valores humanos sobre los que se sustentaba la célula fundamental de la sociedad, la familia, es de proporciones inmensurables.

Las bases subjetivas y sensibles de la familia venezolana fueron, literalmente, demolidas con la maquinaria del Estado revolucionario y sus aparatos ideológicos de la hegemonía chavista que durante dos décadas se encargaron de minar los fundamentos históricos de índole éticos y morales que la escuela y la familia había inculcado en la mente y espíritu de generaciones durante largas y dilatadas décadas de la centuria pasada. Los valores de la responsabilidad y el esfuerzo individual fueron suplantados por el vivalapepismo y el paterolismo del hombre “nuevo” que, bajo la tutela y el síndrome de la dádiva estatalista creó una actitud y una conducta parasitaria que ha logrado anular y hasta borrar en el venezolano el espíritu emprendedor y de libre iniciativa que, históricamente, había caracterizado al gentilicio nacional.

En nombre de, paradógicamente, una delirante subcultura del “déjeme pensar por usted” la enajenante “ideología revolucionaria” la estatofilia chavista fue introyectando en las mentes de la población la noción errática de que la liberación del individuo debía provenir del “afuera”, de una “exterioridad”. La nociva idea de un “partido socialista único” que se iba a encargar de romper las cadenas que ataban al antiguo amo a los millones de esclavos que por siglos esperaban la ansiada aurora de la libertad hizo nido en la cabeza y en el espíritu de las legiones de postergados y preteridos habitantes de un país que en 1998 ya había ingresado a la modernidad con todas sus falencias e imperfecciones que la misma comportaba en medio de una sociedad obviamente escindida y atravesada por grandes y severas contradicciones antagónicas y hasta irreconciliables en lo social y económico durante dilatados períodos cronológicos de tiempo político.

El balance provisional arroja saldos asombrosos: la etapa democrática conocida por todos como el período del consenso social y de los pactos y acuerdos institucionales y socio-políticos que se instituyó inmediatamente al derrocamiento de la dictadura perezjimenista ocurrida el 23 de enero de 1958, ha resultado, con creces, el período de mayor estabilidad jurídica, política e institucional que conoció el siglo XX venezolano. Nadie discute que el denostado “Pacto de Puntofijo” fue un gran “acuerdo de ancha base” entre los más representativos sectores políticos, sociales, empresariales, eclesiásticos, sindicales, entre otros, para echar a andar y enrumbar hacia las sendas del progreso y desarrollo integral del país un proyecto de país capaz de nuclear en torno suyo a personalidades y sectores disímiles y hasta diametralmente encontrados en sus concepciones en torno a las formas y modalidades de llevar a Venezuela a superiores niveles de progreso social y de desarrollo económico.

Lo que garantizó esa gran confluencia social y política entre gruesos sectores demográficos-poblacionales alrededor de una determinada idea de país fue, sin duda, la unidad de criterios en torno a la naturaleza liberal democrática del tipo de régimen que se deseaba implantar inmediatamente después del derrocamiento de la dictadura militar perezjimenista. Elecciones libres, división de poderes, respeto a las instituciones recién nacidas al fragor de la nueva cultura de participación democrática a través de elecciones universales, directas y secretas para elegir los nacientes poderes públicos: legislativo, ejecutivo y judicial. Lo que sobrevino después es harto conocido por cualquier venezolano que medianamente conozca nuestra historia republicana de mediana data histórica. La instauración de la democracia, con todos los apellidos que se le quieran endilgar, conllevó mucho derramamiento de sangre, sudor y lágrimas. Una década infausta y cruenta, la del sesenta, marcó con fuego las instituciones que luchaban denodadamente por consolidarse entre el estruendo del fusil y la metralla, la bomba y el incendio social que los movimientos revolucionarios y guerrilleros pugnaban por extender a todo el territorio nacional, más allá de las grandes ciudades y centros urbanos que representaban el nuevo modelo económico de sustitución de importaciones.


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