La crisis humanitaria es más grave o menos dependiendo de dónde se encuentre. Privación, carestía, hambruna, niños desnutridos, esqueléticos y de estómagos abultados, adolescentes demacrados, hombres cadavéricos, mujeres desdentadas con pechos exhaustos, todas escenas –disculpen la crudeza, no es la intención pretender indiferencia a la frecuente tragedia humana– son horrores tan antiguos como el mundo. Basta darle un vistazo a la mayoría de los países africanos, por ejemplo, o a los escenarios devastados del Medio Oriente, donde militares ambiciosos y tiranos opresores de parte y parte, con legitimidad o sin ella, combaten como lobos hambrientos las migajas de países que fueron ricos, pueden volver a serlo, pero que, en estos momentos, por las luchas intestinas e intereses extranjeros no lo son.

Lo que cuenta para los grandes poderes mundiales –independiente de iniciativas de ayuda humanitaria a través de organizaciones como Cáritas, la Cruz Roja, por ejemplo– es dónde se producen esas crisis. Un asunto es una masa hambrienta y desesperada en el centro de África, por poner un sitio, a miles de kilómetros, días de navegación y horas de vuelo de Nueva York, Londres, París o Madrid, que en la frontera entre México del norte y Estados Unidos del sur.

Distinta es que sirios, iraquíes, iraníes, israelitas y palestinos se gasten cientos de miles de dólares a diario bombardeándose y disparándose mutuamente, y otra son los miles de africanos, asiáticos y europeos considerados de tercera categoría cruzando el perverso Mediterráneo en barcas inseguras atiborradas de necesitados y debilitados famélicos, centenares saltando las alambradas de Ceuta y Melilla –dos ciudades y un litigio entre España y Marruecos–, cientos de millares centroeuropeos cruzando a pie y sin parar fronteras buscando algo de vida en la para ellos rica y agraciada Europa occidental.

No es lo mismo la crisis humanitaria lejos, y otra sentados en la mesa familiar y tras las puertas de la oficina. Hace décadas los estadounidenses permitieron que la barbarie de Vietnam fuera parte diaria de los noticieros y páginas de medios norteamericanos, y ahí mismo, aparte de que Washington ni el Pentágono entendían qué pasaba de verdad en Asia, empezaron en serio a perder la guerra, porque perdieron –entre la televisión, huevos fritos, tocineta y panquecas con miel– la voluntad de lucha de un pueblo al cual le informaban todos los días cuántos de ellos morían, pero no entendían por qué ni para qué.

Hitler no fue ni de lejos el genio inspirado que sus seguidores creyeron, más bien, un estúpido necio que cometió grandes errores y no solo atacando a Rusia. Toda la II Guerra Mundial fue un gravísimo traspié que lo mató, y un desliz especial fue atacar a Inglaterra. No porque no previera a los ingleses como enemigos, sino porque les puso la guerra allí mismo, dentro de su isla, donde se creían seguros e inaccesibles.

Lo que está pasando ahora con el gobierno de Maduro es que está poniendo la crisis que él mismo y su antiadministración –de alguna forma hay que llamarla– crearon no solo en las notas de prensa y videos para las redes sociales, sino en las ciudades, alcabalas y carreteras de Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y Brasil, principalmente.

Entonces, la crisis humanitaria venezolana ya no es solo una información por televisión e Internet, ni comentario de analistas y/o notas de agencias de noticias. La crisis venezolana la están viendo, sufriendo y padeciendo, frente a sus casas, en sus calles, en sus hospitales, los colombianos, ecuatorianos, peruanos, chilenos, argentinos y brasileños.

El Grupo de Lima, por ejemplo, no es simplemente un montón de embajadores que se reúne periódicamente en sitios y hoteles para hablar mal del absolutismo castro-madurista porque a sus presidentes les caiga mal. Son diplomáticos y delegaciones de expertos, cargados de cifras, porcentajes y datos reales no solo de Venezuela, sino de sus propios países.

Es decir, lo que el régimen de Maduro y cómplices de poder deberían observar con preocupación es que Venezuela ya no es un mensaje de revolución, sino un tema de preocupación y discusión.

Y a riesgo de convertirse, si no lo es ya, en cuestión de decisión.


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