I.

Terminando el año pasado, en lo que podríamos llamar el cierre del noveno inning de 2017, la asamblea nacional constituyente promulgó, en el uso de sus  cuasi infinitas atribuciones, la Ley de inversión extranjera productiva, parte de un paquete propuesto por el presidente Maduro para, por enésima vez, informarnos que así saldremos del modelo rentista y nos convertiremos en la Venezuela Potencia, según el delirio que le dejó como legado Hugo Chávez.

Se trata de una iniciativa elaborada en absoluto sigilo y aprobada por los quinientos asambleístas que, en medio de su fastidiosa unanimidad, solo atinaron, según tuiteó un chismoso infiltrado, a corregirle dos o tres comas al proyecto sometido a “discusión” en el marco, eso sí, de la democracia participativa y protagónica.

Para ser un gobierno revolucionario y antiimperialista, pareciera, opinan los entendidos (incluso algunos militantes del oficialismo), una ley bastante condescendiente con el capital foráneo en diversos aspectos (exenciones arancelarias, desgravámenes impositivos, bonificaciones de impuestos  e inmunidad contra las reformas de leyes tributarias,  créditos…). Una ley que, luego de tanta retórica patriótica, llega hasta establecer la renuncia al derecho que tiene el país de resolver las controversias sobre asuntos de interés público con sus propias leyes y tribunales. Una ley, en fin, elaborada con el Arco Minero en mente, asumiéndola como pieza fundamental en el despliegue de una estrategia de explotación que ignora los preceptos ecológicos que, según el Plan de la Patria, debieran sustentar el modelo de desarrollo endógeno, pensado en clave del socialismo bolivariano.

II.

Visto lo anterior pareciera que hoy en día el chavismo es un popurrí que da para todo. Retórica mediante, cualquier iniciativa es fundamentada como revolucionaria,  por ejemplo esta ley amable, digámoslo así, con el capital extranjero en función, sobre todo, del aprovechamiento de nuestras riquezas mineras sin, reitero, ninguna aprehensión de tipo ambiental y bajo un esquema que preserva, de otro modo, la tan cuestionada lógica del rentismo.

El chavismo, no hay duda, vive una crisis existencial. Se anarquizó desde el punto de vista ideológico y político. Su inicial talante democrático se ha ido diluyendo en un creciente autoritarismo. Su discurso sobre la realidad nacional es equivocado y en gran medida mentiroso. Y no hay que llamarse a engaño: sus dos recientes victorias electorales son apenas un espejismo, porque fueron labradas desde la maquinaria partidista y el irrespeto hacia la dignidad del votante.

El chavismo se ha vuelto un movimiento amorfo, severamente cuarteado en su interior, cuyo  único motivo de existencia es la preservación del poder, en gran parte en beneficio de quienes lo ejercen. Es muy poco lo que puede decirle al país. Poco con respecto a su actual crisis, visible en todos los ámbitos de la vida colectiva. Y aún menos respecto a un futuro que, de acuerdo con los vientos que soplan, asoma transformaciones muy aceleradas y radicales, con implicaciones muy gruesas.

Repensarse o desaparecer, tal podría ser el dilema que se dibuja con respecto a su porvenir. Es, creo, un dilema que, dadas las circunstancias, le resulta difícil  encarar estando en el poder.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!