Así como la materia de la economía es la riqueza, la materia de la ética son los valores, y esto es lo más importante y grave en esta crisis general.

Los valores, que son de condición fideica, de fe, son los grandes referentes que tienen la gente, las personas, los grupos, las naciones para la toma de decisiones, para hacer proyectos y realizarlos.

Los valores pueden estar establecidos, débiles o en formación siguiendo procesos de construcción social. La cohesión social y la integridad de la persona se genera, pierde o crece con sus valores.

Son reversibles. Así como se logran y establecen, se pueden debilitar y extraviar.

Una crisis general como la que padecemos tiene un orden, una expansión que medra los valores, descohesiona y copa a la gente común, a los dirigentes de partidos de oposición y también al gobierno en sus angustias por preservar el poder: robos y beneficios, represión, celos territoriales y organizacionales, ineficiencia y torpeza en manejos y gerencias. Abandonadas las pretensiones ideológicas que una vez tuvieron y enunciados de intenciones éticas, ahora es un estropajo usado y seco, con la tensión que tiene un armador de trampas.

Entre las graves manifestaciones de la crisis general está la incertidumbre, la pérdida de la seguridad, el extravío de caminos y sentidos y la emergencia del temor que anima al sobreviviente reducido a pulsiones instintivas y al refugio en oraciones e invocaciones.

Pero esas condiciones, vecinas a lo elemental, son a la vez una severa presión y exigencia a la misma condición humana. Por allí podrían tomar los liderazgos y propuestas emergentes.

La recuperación, a partir de nuestra historia de valores débiles, debe ser más que recuperación, una construcción que tiene que ver con el logro de una democracia profunda, la creación y el trabajo productivo.

Es una tarea primordialmente educativa. Educativa en el sentido y curso de un ejercicio, de una práctica en todos los campos y niveles.

Las aulas, en las que ahora domina un tradicional autoritarismo profesoral de silencio convergente, deben abrirse a la discusión y a la participación, al cultivo en actividad de la dignidad, la solidaridad, la diversidad, la continuidad con la naturaleza, es decir, los valores de una democracia profunda.

Y esa pedagogía que cultive valores en las aulas debe extenderse a todos los ambientes de vida familiar y social.

Las protestas, que se hacen frecuentes y cotidianas, por alimentos, agua, gas, electricidad, transporte… son espacios y tiempos de educación y aprendizaje: mejor si están acompañados de discusiones y reflexiones y, todavía más aún, si de ellas devienen formas de organización, por rudimentarias que ellas sean: WhatsApp, redes básicas, encuentros, juegos, música, arte… de todo ello puede surgir esos cultivos éticos, esa nueva nación. Múltiples espacios en los que bien podrían surgir nuevos liderazgos más creativos, menos prepotentes, más actuales.

No es cosa fácil ni a corto plazo, pero hay que iniciarlo.

Las llamadas “medidas” serán necesarias y urgentes para atender el hambre, la enfermedad y los servicios básicos. Pero desde ahora, y simultáneamente con esas medidas, más allá de eso, irá el complejo proceso de aprendizaje en la construcción, en el ejercicio cotidiano de esos valores.

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