Un viandante madrugador inmune a colas y rebatiñas ya que –así lo pregona– no tiene caso disputarse lo inexistente, llama mi atención, no por conversar con nadie cual un lunático, sino por la pretensión magisterial de sus engolados comentarios. Camina sin premura y se detiene ante el escaparte de una zapatería. Mira fugazmente sus ruinosos y anticuados botines de andariego pertinaz y, al ver los escandalosos precios de modelos que días atrás costaban la centésima parte de lo ahora marcado, espeta casi que una por una las quince letras de una sonora, iracunda y muy bien modulada mentada de madre al domador de pájaros y mariposas, extensiva a sus parientes, amigos, relacionados, ancestros y descendientes. Baja el tono, ¿temor a los patriotas cooperantes?, y habla consigo mismo, pero con suficiente volumen para que le oiga quien quiera oírle:

—La precariedad nos ha convertido en seres procaces.

Su aseveración tiene un no sé qué de disculpas sin destinatario definido. Tras una ligera pausa, que conjeturo ensayada, prosigue en registro de ayayay:

—Ya no me extraña que las panaderías no vendan pan y que en las farmacias no haya fármacos. Ni siquiera me asombra que las cafeterías no sirvan café y las gasolineras no expendan gasolina.

Al parecer eso era todo lo que guardaba en el buche; su lamento, empero, encuentra súbita reverberación en el gaznate de otro transeúnte que, sin desmarcar sus pasos del apremio matutino, replica con dejo retrechero:

—No tendría por qué sorprenderle. Tampoco en las pulperías se consiguen pulpos.

El sarcasmo me hizo sonreír y temí que el improvisado diálogo derivara en bizantina discusión sobre la denominación de estos establecimientos que alguna vez fueron motores del comercio y el esparcimiento pueblerinos, pero no fue así. El hombre de zapatos que me hacían recordar una vieja canción infantil –las muchachas se reían/ de ese viejo Don Ramón/porque tenía los zapatos/ sin puntera y sin tacón–, no se dio por enterado y se alejó con el rabo entre las piernas. Era, quizá, un diablillo travieso derrotado por el mordaz escepticismo de quien se cree inmune a lo que acontece en su entorno y que logró trastocar mi sonrisa en mueca de desprecio cuando, a modo estocada, remató:

—A mí la política ni me va ni me viene; me resbala y no me alimenta. Si yo no trabajo, no como.

Nos topamos aquí con el artero y acomodaticio argumento, ¿ni-ni?, de quien reputa de patrañas las sospechas de que perros realengos y gatos callejeros estén siendo sacrificados para servir de farsa en empanadas y pasteles comercializados a precios que desestabilizan el lenguaje y provocan sonoras imprecaciones e interjecciones hipócritas del tipo ¡ñooo! Es argucia venerada por una sinrazón moral autorizada a gritar ¡vayan a trabajar!, sin que el gritón repare en que la producción no es asunto prioritario para un régimen que importa hasta el modo de caminar (Umberto Eco, desde el más allá, y Pablo Antillano, más acá, deben estar horrorizados con tantos paréntesis, encomillados, citas y lugares comunes, mas, ¿cómo hacemos?, es lo que hay). Esa falacia fue también el alegato de la impotencia frente al Leviatán rojo que nos atemorizó mientras el miedo pudo más que la desesperación, y que está a punto de sucumbir aplastado por un incontenible tsunami de indignación en el que no hay espacio ni tiempo para el desaliento.

A la torera, violando los procedimientos previstos en la carta magna que según él agoniza, Maduro presentó ante el CNE, con la intención de adicionarlo al rompeolas represivo con el que no ha podido apaciguar la bravura ciudadana, su proyecto de un dique de contención –regresivo, fascista y corporativo– cargándose la universalidad del voto y evadiendo olímpicamente la imprescindible consulta al soberano, para ver si está o no de acuerdo con la convocatoria y sus bases comiciales; un dique susceptible de colapsar antes de que fragüe el concreto: ya se han pronunciado públicamente en su contra la fiscal general de la República y dos magistrados del TSJ. También ha expresado dudas y formulado reparos el incondicional Ramírez –¿venganza o pena de que le vean feo en la ONU?–. A esta disidencia se adherirán otros funcionarios de alto coturno con posturas similares. Son los autoproclamados fieles al legado del redentor, a los que el fraude en progreso con la celestina asistencia del árbitro electoral les parece un crimen. No uno más de los consumados a diario por los esbirros de Maduro, Cabello, Padrino & Co.; no el asesinato al uso con el que procuran ciegamente afirmar el poder de un Estado fallido y la fuerza un gobierno forajido, no: para la novísima contra escarlata se estaría perpetrando un crimen de leso chavismo.

Parafraseemos a Fouché, Talleyrand o a quien quiera haya sido el autor de la frase: «Más que un crimen es una estupidez». El país, claro, corre el riesgo de hundirse en estupideces sin que pueda Nicolás evitar el catastrófico derrumbe de su disparate. Se quedará con las ganas de emular al pequeño héroe de un popular cuento holandés que salvó de una inundación a su pueblo entero, introduciendo uno de sus dedos en un agujero que descubrió en el muro frontal de una represa. Son demasiados los huecos a tapar y no hay dedos suficientes. Nada de raro tendría que nuestro andarín tempranero agregue el tumultuario concilio comunero a su catálogo de establecimientos que no hacen lo que deben hacer: una constituyente para destituir en lugar de constituir, es decir, ¡la propia destituyente! De no atajar a tiempo esta locura, ¿qué sentido tendría votar a unos gobernadores a ser borrados del mapa político-administrativo por un colectivo empoderado, cuyo diseño Maduro delegó en Escarrá con supervisión de Jaua? Por eso, la oposición democrática debe permanecer en las calles y, si es consecuente con sus exigencias mínimas, boicotear el bingo sufragista anunciado por Tibisay, ajustándose al cronograma triangulado entre La Habana, Fuerte Tiuna y Miraflores.

Con una retrógrada ordenación territorial centralizada y medio millar de comuneros creyendo, ¡ahora sí!, que la vida es verdad porque el azar los colocó donde les necesitaban a fin de usurpar la soberanía popular, hasta el ni-ni de mi fábula tendría que rebelarse contra una prostituyente que sí prostituirá y contribuirá a consolidar la narco-corrupción generalizada, esa enfermedad incurable que, como indica su nombre, ataca con preferencia a quienes lucen soles en su charreteras.

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