¿Seremos capaces de salir de este abismo y fundar otra república, una en que el golpismo sea severamente castigado, las fuerzas armadas profundamente depuradas, la clase política elevada al rango de auténticos defensores de la integridad y honorabilidad republicanas, la sociedad emancipada de sus taras y vicios ancestrales? ¿Seremos capaces de recuperar la honra de una nación ultrajada? Quisiera tener la respuesta. Los hechos me impiden tenerla.

La madre del general Rodríguez Torres, encarcelado por el reclamo que expone ante el trato que se les da a sus compañeros de armas por expresar su desacuerdo con el régimen imperante, al que él ha servido desde sus máximos puestos de comando, protesta con justa razón y expone la diferencia de este trato represivo con el privilegiado que recibiera su hijo cuando participara del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992.

No concuerdo con la señora madre de quien reprimiera con criminal dureza a los jóvenes manifestantes, con un saldo en asesinatos que debiera llevarlo ante la Corte Internacional de La Haya. Si bien es cierto que en aquella oportunidad recibieran un trato de excepcional tibieza y complacencia tanto él como sus superiores y todos los militares involucrados en ese supremo acto de felonía contra la República. Pero ese trato no formaba parte de un régimen de respeto a los derechos humanos, brutalmente pisoteados entonces y ahora por su hijo y sus superiores. Formaba parte de un abominable sistema de complicidades de quienes con razón se les ha calificado de “políticos armados”. Todos ellos, casi sin excepción, golpistas en la sombra. Y que ocupaban los más altos mandos de las fuerzas armadas.

De modo que su añoranza no hace más que poner de relieve la inmensa, la monstruosa responsabilidad que cargan todos quienes, por entonces, ocupaban los altos mando de la institución armada, repito: casi sin excepción. Que evadieron su responsabilidad permitiendo la conspiración y la asonada y luego de ejecutada, en no haber procedido contra los principales implicados y sus secuaces –me refiero a Hugo Chávez Frías, a Francisco Arias Cárdenas, a Jesús Urdaneta Hernández y a Yoel Acosta Chirinos– exactamente como hoy proceden con Rodríguez Torres. Es más: en no haberlos atacado en el Museo Militar y en los sitios en que se entregaran a las autoridades exactamente como acaban de proceder frente a Oscar Pérez y sus siete acompañantes: haciéndoles pagar ojo por ojo y diente por diente las centenas de cadáveres y los miles de millones de dólares en pérdidas materiales causadas por su cobarde acto de traición a la República.

Para inmensa desgracia de la República, devastada hasta sus cimientos por todos aquellos que, junto al hoy general en retiro Rodríguez Torres, se alzaran contra el Estado de Derecho, ni el entonces ministro de la Defensa ni el jefe de Estado que lograra escapar del asesinato contra él ordenado, tomaron en sus manos la decisión de llegar hasta el castigo con el máximo rigor contra quienes atentaban contra la República. Como lo revelaran los máximos involucrados sin ningún tipo de apremio y tratados por los medios de comunicación como estrellas cinematográficas, la complicidad de los altos mandos de las fuerzas armadas era prácticamente completa y total. Y la pusilanimidad y la tolerancia de los gobernantes, absolutamente imperdonables. “Ocurridos los acontecimientos golpistas, debí tomar decisiones duras y asumir una responsabilidad global a costas de lo que fuera. Sin embargo, permití que se siguiera horadando el proceso democrático y que los autores de la confabulación siguieran manejando la situación”. Lo dijo Carlos Andrés Pérez. A confesión de partes, relevo de pruebas.

Las sombras que rodearon esos turbios sucesos no han sido desveladas. La mano derecha y principal asesor del entonces ministro de Defensa, Fernando Ochoa Antich, el general Santéliz, que como lo revelara Hugo Chávez era un faccioso y cuidó de su vida para evitarle cualquier contratiempo como los que hoy sufren Rodríguez Torres y las decenas de oficiales detenidos y seguramente torturados, al extremo que lo ha sido el general Vivas. El de Santéliz fue el caso más vistoso y sobresaliente del grado de involucramiento y complicidad de la oficialidad que debía velar por la integridad de la República y el debido respeto a su institucionalidad democrática. El propio ministro de la Defensa ha capeado el temporal sin poder aclarar, ni jamás podrá hacerlo pues en su caso se navega en aguas cansadas y confesiones íntimas, por qué razón, en vez de enfrentar con toda la dureza y estrictez del caso prefirió actuar abiertamente asumiendo un escandaloso grado de tolerancia culposa ante los hechos. ¿Por qué se hizo acompañar por un faccioso, aún sabiéndolo? Tales casos hoy, como bien lo reconoce la madre de uno de los mayores felones de esta sórdida historia, serían impensables. Quien ose enfrentar a la tiranía y se decida a respetar la Constitución obedeciendo el mandato expreso que le imponen los artículos 333 y 350 de la Constitución podría terminar con sus despojos en los vertederos de La Bonanza.

Eran otros tiempos, de cuyos polvos salieron estos lodos. Como bien lo ha señalado Thays Peñalver en su acucioso estudio sobre el golpismo militar en Venezuela, el golpe implícito o explícito, o sus amenazas por motivos estrictamente políticos, ha sido una constante del funcionamiento del poder militar y del sistema de dominación venezolano desde la misma fundación de las fuerzas armadas. Que han ejercido un ominoso poder paralelo, infinitamente más definitorio, chantajista y concluyente que el poder político de las apariencias formales. Según su detallado estudio, no hubo un solo año de los cuarenta años de democracia, en que no se hubiera conspirado desde los cuarteles contra la civilidad. Pasando sus implicados de rango en rango y de promoción en promoción, acechando por las condiciones propicias para asestarle al poder político la puñalada por la espalda. Al llegar al generalato, todos los efectivos de la oficialidad se habían graduado en golpes de Estado. Los generales que debieron enfrentar la felonía del 4 de febrero les habían pasado el testigo y el encargo del golpe a sus sucesores. A la espera, como lo explicase con lujo de detalles y con un obsceno, perverso e impúdico exhibicionismo, el responsable de esta espantosa tragedia, que el gobernante estuviera en el punto más bajo de “la hamaca”. Todo oficial venezolano ha sido un golpista, vale decir: un traidor en potencia. El único hecho destacable del 4 de febrero fue que con CAP hundido al fondo de esa metafórica hamaca del poder, los comandantes de fuerza decidieron pasar del golpismo en potencia al golpismo en acto. Con un agravante de incalculables proporciones que la ignorancia, la indiferencia y la falta de integridad moral de sus superiores pasaron por alto: los golpistas de nuevo cuño portaban el virus del castrocomunismo. Y venían dispuestos a traicionar las ejemplares y excepcionales jornadas militares pasadas en que, bajo el mando férreo e intraficable de Rómulo Betancourt y de Raúl Leoni, se sacó a patadas del territorio patrio a las fuerzas coaligadas del marxismo criollo con los invasores cubanos. Lo he descrito en detalles sobre la narración testimonial de uno de los comandantes invasores, Héctor Pérez Marcano, en el libro Machurucuto, la invasión de Cuba a Venezuela.

Otro reconocido historiador, Edgardo Mondolfi, ha descrito la docena de golpes militares, de extrema derecha, de centro y de extrema izquierda, que debió sufrir Rómulo Betancourt mientras luchaba por imponer la democracia en Venezuela, un país hasta entonces trasminado de militarismo dictatorial. Ninguno de sus sucesores se salvó de la plaga. El 4 de febrero solo vino a culminar el aprendizaje, coincidió con una crisis estructural y contó con el inesperado auxilio de un liderazgo político que comenzaba el trágico ciclo de su decadencia. Como dice el refranero popular español, se encontraron el hambre con las ganas de comer.

¿Disponía el entonces presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, de los instrumentos legales e institucionales como para haber castigado debida, justa y severamente a los golpistas, haberles aplicado una condena cónsona con los graves daños, riesgos y peligros que –al presente y al futuro– entrañaba su acción, haberles inhabilitado políticamente para siempre y haberlos secado en la cárcel, como hiciera el principal culpable con los inocentes que ha castigado durante todos estos años a un impío encarcelamiento –por ejemplo, el comisario Simonovis y los policías castigados por la rebelión del 11 de abril de 2002, hace ya más de dieciséis años?

Por supuesto que disponía de todos los medios. Aunque lo más grave del caso, y estamos pagando las consecuencias como si nada hubiera pasado –la candidatura de uno de los golpistas es una oprobiosa señal de la alcahuetería nacional con el golpismo militarista– no disponía del país, de la clase política y de la sociedad civil capaz de acompañarlo. Pues aún disponiendo incluso de su propia voluntad, si bien profundamente quebrantada por los ataques despiadados de que fuera víctima por las élites de todos los ámbitos, fundamentalmente los políticos y los mediáticos, Venezuela entera había recibido a los felones con los brazos abiertos. Sin olvidar la felonía de jueces corrompidos, que en lugar de castigar y condenar a los golpistas, lo condenaron y castigaron a él. Un acto de traición y burla al Estado de Derecho que jamás debiera ser olvidado. ¿Ya habrá sido olvidado?

Sucedió, palabras más palabras menos, tal como lo estamos narrando. Sin poder dejar de mencionar la más oprobiosa de las complicidades: la de las clases media y alta venezolanas, la de sus políticos y empresarios, ahítos de odio y rencor contra quien intentaba profundas reformas socioeconómicas y políticas –la liberalización del aparato económico y la descentralización del aparato de Estado, fundamentalmente– mancomunadas con los partidos del sistema en un odioso contubernio de golpismo que penetró en todos los estratos públicos y sociales, envileció las dirigencias y permitió el asalto al poder de quienes se encargarían sistemáticamente de devastar a la República y traerla al ominoso estado de crisis y miseria en que hoy se encuentra. ¿De qué vale el arrepentimiento post festum, si el horroroso daño ya está hecho?

Pienso en todo ello mientras leo las quejas de la señora madre de un general que se rebela contra aquellos con los que hasta ayer compartiera la vesania y la crueldad propios de un régimen totalitario. Y pienso, sobre todo, en el papel conductor de una desvalorada oposición dirigida por quienes traicionaron a su propio compañero de partido o avalaron, con sumisión y vergonzosa aquiescencia, el asalto y el despliegue de la barbarie sentados como estatuas en la primera fila del Hemiciclo, cuando Chávez pisoteaba la Constitución y se burlaba del anciano gracias al cual había podido encumbrarse hasta esas alturas.

¿Seremos capaces de salir de este abismo y fundar otra república, una en que el golpismo sea severamente castigado, las fuerzas armadas profundamente depuradas, la clase política elevada al rango de auténticos defensores de la integridad y honorabilidad republicanas, la sociedad emancipada de sus taras y vicios ancestrales? ¿Seremos capaces de recuperar la honra de una nación ultrajada? Quisiera tener la respuesta. Los hechos me impiden tenerla.

Carlos Andrés Pérez, Memorias proscritas, pág. 387.


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