La historia de las policías políticas es tan antigua como los gobiernos, y ha alimentado a miles de artistas y escritores, pero con toda la truculencia (o utilidad) que pueda atribuírseles, raramente los contextos se repiten, de manera que cada asesinato político pareciera ser único.

En medio de esta crisis general, de mengua y fuga, a unos policías de un cuerpo con nombre de equívoco sexual se les ocurre ir más allá de lo ordenado –dice uno– y matan al chamo de una manera tan burda y cruel que recuerda el asesinato de la reina de belleza y su familia. Asesinato que desató toda una erupción de protestas de una gente que lo percibió como inherente a la violencia gubernamental dominante.

Ahora, y después de centenares de muertos y presos políticos y militares, sentimos que existe una policía política con fuerza y decisiones propias, de su cuenta, pues. Es para que el gobierno lo piense, no solo porque ella llega a saber mucho, sino porque bien podría –si es que ya no lo hacen– repetir las escenas de chantaje como las que recordamos que aplicaron a otros héroes del sistema. Un superpoder desgaritado.

No es cosa de médicos, abogados y fiscales de utilidad y servicio para todo uso, como ciertos limpiadores, sino que, así como están las cosas, esta incertidumbre puede desembocar en mutuas inculpaciones cuando el manejo de esa fuerza policial podría ser usado contra los vecinos de otra banda.

Insisto en hablar de descomposición, de ruptura ética y, por lo tanto, de que lo que nos tocará será una reconstrucción, una recohesión del país, que tendrá que lidiar con estos bandalajes. Con todas las dificultades que el desastre económico implica, este descoyuntamiento ético nos demandará mucho más que unidad: un liderazgo nuevo que lo emprenda.

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