En este país ha llegado el momento de llamar las cosas por su nombre, dejar a un lado tanta palabrería y fijar posición sobre cuál ha sido el legado del comandante eterno. División profunda de la sociedad y la imposibilidad de un diálogo para llegar a acuerdos son los logros de la revolución. Su cosecha es el odio. Expresado en la violencia, en la descalificación y en el abuso de poder, lamentablemente. Teniendo como norte eliminar la capacidad crítica y reflexiva de los ciudadanos.

Una vez lo dijo Chávez: “Quien no es chavista no es venezolano”, es decir, los compatriotas que no comparten el proyecto bolivariano son escuálidos, oligarcas, pitiyanquis, apátridas, traidores y en su última categoría, no son ciudadanos, no tienen derecho a pensar y mucho menos ser hijos de esta patria.

Pero también hay que asumir que todos somos culpables, unos por acción, otros por omisión, por dejar llevar al país a esta realidad. No hicimos lo que nos correspondía como ciudadanos: expresar nuestro descontento con participación activa en los procesos electorales; ahora estamos navegando en el fondo, tratando de no hundirnos.

Desde 1998, el lenguaje siempre ha sido matizado por el rencor, el desprecio y la rabia. Desmantelaron la democracia, permaneciendo impávidos ante la acción totalitaria. Entrampados en una polarización para distraernos, a la larga el régimen socialista nos afecta a todos por su distribución equitativa de la miseria.

Mientras tanto, nos matan. La herencia de la cuarta república no fue el hampa, sino la incapacidad estructural para resolverla. En estos años se ha exacerbado la impunidad hasta alcanzar límites que rozan la cifra de 98%. Hay leyes que no se aplican, casos que no se investigan, tribunales que no sentencian, al tiempo que aumenta la desigualdad y se multiplican los hijos de la revolución, los llamados “cocos secos”, nueva casta de malhechores y criminales que no pasan de 25 años, crecidos y formados en esta locura bolivariana, que ven en el delito una manera de vivir.

El proceso revolucionario nunca tuvo interés en enfrentar el problema de la criminalidad, que era solo “una sensación de inseguridad”, una expresión burlesca que se refleja en los más de 26.000 asesinatos ocurridos en el país en 2017. El miedo por un lado, la impunidad y la indolencia por el otro, es lo que se respira en esta nación.

La culpa no es del capitalismo, ni de los medios de comunicación, ni de los Vengadores o la Liga de la Justicia. Disfrazan su responsabilidad con la censura, criminalizando al que denuncia y protesta. En los regímenes de izquierda las palabras están secuestradas y controladas. La delincuencia no es un hecho casual, es el resultado de años de desidia, impunidad, ausencia de políticas públicas e incluso del tipo de lenguaje y discurso violento desde el poder. En tiempos de crisis, la ignorancia suele ser una ventaja porque al venezolano se le engaña con la apariencia de la verdad.

Por eso, la salud democrática en Venezuela está en terapia intensiva, porque no se respeta el Estado de Derecho, la violación de los derechos humanos es periódica y constante, carecemos de división e independencia de los poderes públicos, los eventos electorales son muy cuestionados y se han convertido en una máscara justificativa de que vivimos en democracia, han cambiado la Constitución y lo van a volver a hacer para atornillarse más en el poder, elaboran leyes para justificar sus desmanes, hostigan al que piensa diferente siendo el Poder Judicial el brazo ejecutor de esta persecución política, tenemos presos políticos que son utilizados como piezas de cambio y chantaje. No hay libertad de prensa, ellos dicen que sí, pero hay que tener mucho cuidado con lo que se dice.

Sin embargo, la violencia se ha convertido en una táctica expedita para solucionar problemas, creando divisiones entre los ciudadanos. Sembradas, abonadas y ahora cosechadas por un discurso de odio, desde las instancias del poder, ahora instaurado en la sociedad venezolana.

Y ahora el país se encuentra sin agua, sin luz, con inseguridad, desempleo, destrucción, discriminación, hiperinflación, devaluación, escasez y hambre. Salimos de la pobreza para entrar en la miseria. Todo esto es posible porque vivimos en socialismo.


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