Con motivo del asesinato del periodista Jamal Khashoggi, ocurrido en el consulado de Arabia Saudita en Estambul, el ministro de Asuntos Exteriores de Arabia Saudita intentó explicarlo diciendo que había sido “un tremendo error, agravado por el intento de encubrirlo”. Sin duda, es inaceptable que un asesinato premeditado sea calificado, simplemente, como un error; pero el ministro saudí fue más lejos y afirmó que “esas son cosas que pasan”. De manera que no hay que darle demasiadas vueltas; a unos esbirros del régimen se les pasó la mano en la tortura (o en las mutilaciones), y la víctima falleció. Esas cosas ocurren; pero, por supuesto, eso pasa solamente bajo una tiranía.

En democracia, no es normal que se persiga a los periodistas, que se les detenga arbitrariamente, y que se les castigue por el contenido de las informaciones o ideas que difunden. En democracia, no es frecuente que la sede de los consulados, o de otras oficinas públicas, sea utilizada para torturar y asesinar, y mucho menos para descuartizar a un ser humano. No es normal que, en el ejercicio del poder público, los agentes del Estado tengan licencia para comportarse como salvajes, ni es tolerable intentar ocultar la gravedad y la magnitud de hechos como ese, pretendiendo presentarlos como una trivialidad.

Es previsible que, bajo una tiranía, sea una práctica rutinaria el que se torture a los opositores políticos, o el que estos caigan por las ventanas de un baño que curiosamente no está debidamente vigilado. En dictadura, es posible que los presos políticos permanezcan amontonados en celdas inmundas, sin que, después de cuatro años o más, jamás se les haya presentado ante un juez competente. En regímenes de esa naturaleza, siempre hay un mequetrefe dispuesto a explicar que esas son cosas que pasan: los periodistas terminan torturados y descuartizados en una oficina pública, y los presos políticos caen desde un décimo piso sin que sus captores o custodios lo puedan evitar.

En un país empobrecido y miserable, carcomido por la corrupción, puede que sea habitual que unos policías mal pagados secuestren y extorsionen a los ciudadanos, o que unos jueces sin preparación y sin principios sean meros verdugos del sátrapa de turno. Pero esas cosas no sucedan en una sociedad civilizada, gobernada por gente decente.

Cualquier tirano controla quiénes entran y salen de su territorio; es frecuente que a los periodistas no se les permita entrar, o que a las voces críticas, que puedan contar lo que está pasando, no se les permita salir de su país, e incluso se les anule el pasaporte. En tales regímenes, la única verdad es lo que afirma el tirano, y los hechos tienen que ajustarse a esa verdad. Pero esas no son cosas que pasen en democracia, ni son cosas de las que algún gobernante se pueda sentir orgulloso.

Muchas de esas cosas ocurren en países en los que no hay Estado de Derecho y en los que se pisotean los derechos individuales. Pero, aun así, debe ser terrible, para los funcionarios llamados a hacer de voceros del régimen, tener que inventar que Kashoggi murió en una pelea a puños en un consulado (sin que se sepa dónde están sus restos), o que un preso político cayó desde el décimo piso de un centro de detención, con los pulmones llenos de agua, y sin que haya sido posible hacerle una autopsia independiente. Incluso en un país tan cercano a Macondo y a su realismo mágico, esas historias superan nuestra capacidad de asombro. Aunque cuesta creer tantas insensateces y explicaciones llenas de cabos sueltos, en dictadura, la versión oficial nunca se puede contradecir; pero los peleles que las inventaron, o que las expusieron ante la prensa, no se pueden mirar al espejo sin sentir vergüenza por aquello en lo que se han convertido. Esas sí son cosas que pasan.


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