En los últimos años hemos sido testigos de grandes escándalos de corrupción en toda la región de América Latina. Apenas, por dar una referencia, citamos los casos de Petrobras y la investigación Lava Jato que involucró a contratistas, funcionarios y políticos en Brasil, la renuncia del presidente de Guatemala Pérez Molina por negocios ilegales, y las diversas acusaciones que pesan sobre la ex presidente de Argentina Fernández de Kirchner. También están los casos de corrupción que involucran a la constructora más grande de América Latina y que ha hecho obras en todo el mundo (Odebrecht); pero que además ha generado consecuencias políticas en varios países de la región, como por ejemplo la renuncia del presidente de Perú Pedro Pablo Kuczynski.

Recientemente ha sido también un gran escándalo el caso Andrade en Venezuela; quien era funcionario y ha sido recientemente acusado por compras de propiedades y sobornos valorados en millones de dólares, mientras la economía de ese país colapsa. También en Venezuela existen muchas otras acusaciones de corrupción que relacionan a la empresa Petróleos de Venezuela (Pdvsa).

Apenas son estas algunas referencias de corrupción que no reflejan la totalidad de los casos de corrupción que se han denunciado en toda la región. Según cifras recientes de Transparencia Internacional, la mayoría de los países latinoamericanos se encuentran entre los más corruptos del mundo (Venezuela 169, Haití 157, Guatemala 143, República Dominicana y Honduras 135, entre muchos otros). Los países menos corruptos son Uruguay y Chile, que ocupan los lugares 23 y 26, respectivamente, en el ranking.

Las optimistas opinan que la región viene realizando esfuerzos en reducir la corrupción, y, según dicen, que la misma ha sido mayormente controlada a través de las políticas públicas, como es el caso del gobierno electrónico, el cual permite sistematizar la información y hacer público y transparente el manejo del dinero público. Aun así, no deja de ser visible que la corrupción se sigue reflejando mayormente en la administración pública y en todo el conjunto de actores de las instituciones del Estado.

Expertos del Banco Mundial desde 2005 ya han alertado de que el costo global por la corrupción podría estar cerca de los 1,5 billones de dólares (en el orden de 2% del PIB mundial actual). Es evidente que estas cifras se han quedado cortas. En efecto, la corrupción continúa siendo permisiva.

Luce contradictorio que en algunos países de la región se reclama a los políticos una mayor atención hacia los pobres y a los problemas relacionados con la desigualdad social. Y esto ocurre, paradójicamente, al mismo tiempo que se observa a una ciudadanía indiferente ante la enorme cantidad de recursos públicos que se sustraen por la corrupción y que empeora notablemente los servicios públicos. Una consecuencia no menor de todo esto es el deterioro de la legitimidad democrática.

En este 2018 hemos sido testigos de un importante «hueco informativo» en el que cualquier ciudadano se escandaliza por casos de corrupción, sin tener la información necesaria de lo que ello significa en las circunstancias actuales para el futuro económico de un país. Y no solo es que la corrupción tiene un efecto negativo en el crecimiento económico cuando no hay inversión en las actividades productivas, cuando se perpetúan actores y políticas ineficientes, cuando se privatizan las políticas públicas, cuando las élites políticas poderosas en los negocios junto a otros políticos controlan las instituciones públicas o cuando se monopolizan los contratos con el gobierno, sino que, además, la corrupción limita la fluidez constante de recursos para crear y fortalecer las capacidades de conocimiento básicas y elementales de la sociedad del presente y del futuro.

Un mayor aumento de corrupción significa en términos cuantitativos y cualitativos un mayor rezago científico y tecnológico y menos capacidad innovativa para convivir con el nuevo código de la economía mundial, la economía de la innovación. De manera que no es casual que los países menos corruptos del mundo sean al mismo tiempo los que más invierten en investigación y desarrollo (I+D) de acuerdo con su PIB. Estos son los casos, por ejemplo, de Dinamarca, Finlandia, Suiza, Suecia y Alemania, que invierten por encima de 3% en I+D y están ubicados en el ranking de Percepción de la Corrupción en los lugares 2, 3, 3, 6 y 12, respectivamente.

Por lo tanto, no parece improbable evaluar el retraso económico de los países de América Latina de acuerdo con su estatus tanto en inversión en I+D y lugar en el ranking de Percepción de Corrupción. Por ejemplo, Nicaragua, Paraguay, El Salvador y Bolivia invierten entre 0,13% y 0,50% en I+D al mismo tiempo que ocupan los lugares 151, 135, 112 y 112 respectivamente en el ranking. Por su parte, Argentina, Brasil, México, Perú, Ecuador, Colombia y México no alcanzan 1% en inversión en I+D mientras que en el ranking se ubican en las posiciones 85, 96, 135, 96, 117, 96 y 135. Y esta comparación con el ranking de Percepción de Corrupción tiene mucha similitud cuando se observa el lugar que ocupan algunos de los países latinoamericanos en el Índice Mundial de Innovación más actual: Honduras 105, El Salvador 104, Guatemala 102, Ecuador 97, Paraguay 89, Argentina 80, Perú 71 y Brasil 64.

Todo indica que las probabilidades de mejora económica real de América Latina, más que la intencionalidad de invertir en I+D y de aumentar su capacidad productiva e innovativa, está en las acciones de los gobiernos en reducir la corrupción. Y pareciera aún más difícil que estas acciones puedan llevarse a cabo desde los reclamos y la protesta ciudadana común. Y es que no se trata solo de enfrentar la inmoralidad política, también se trata de enfrentar la política para evitar el retraso y el subdesarrollo. Esto nos lleva a una discusión impostergable de finales de esta década, y es la acción que los propios gobiernos debieran hacer para reducir el analfabetismo tecnológico que es elocuente en la sociedad latinoamericana. Por lo tanto, no puede uno desvincular que los esfuerzos de innovación que los países de la región intentan realizar tienen base y consistencia solo y en la medida en que se desarrolle una conciencia ciudadana sobre el valor de la ciencia, la tecnología y la innovación.


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