La buena noticia es que el mundo está harto de la corrupción. La mala noticia es que la manera como la estamos enfrentando es ineficaz. Buscamos gobernantes que sean héroes honestos en vez de promover leyes e instituciones que nos protejan de los deshonestos.

En todas partes aumenta el repudio popular a gobernantes, políticos y empresarios ladrones. Las protestas contra la corrupción son masivas, globales y frecuentes: India, México, Rusia y Tailandia son solo algunos de los muchos países donde la gente ha tomado las calles para protestar. Ya no creen ni que la corrupción es inevitable ni que es inútil intentar hacer algo al respecto.

El impacto de algunas de estas protestas populares ha sido sorprendente: los presidentes de Guatemala y Corea del Sur, por ejemplo, fueron acusados de corrupción, depuestos y encarcelados. En Brasil, enormes marchas crearon las condiciones para que la presidenta Dilma Rousseff fuese destituida. En el mundo entero hay un enorme deseo de salir de gobernantes corruptos y reemplazarlos por líderes cuya honestidad está a toda prueba. Pero ¿es la búsqueda y el subsecuente nombramiento de personas que creemos honestas el mejor antídoto contra la corrupción? No.

Elegir gobernantes honestos es una lotería. Puede que, en efecto, resulten serlo, o puede que no. No basta con elegir líderes que presumimos honestos, también hacen faltas leyes y prácticas que prevengan y castiguen la deshonestidad. Las sociedades que solo le apuestan a elegir a un líder honesto casi siempre salen perdiendo. Silvio Berlusconi, Vladimir Putin y Hugo Chávez llegaron al poder prometiendo eliminar la corrupción. Y ya sabemos cómo terminó eso.

Además, en estos tiempos, también necesitamos leyes e instituciones que impidan que la lucha contra la corrupción sirva como mecanismo de represión política.

Estamos viendo, por ejemplo, cómo esta nueva intolerancia popular hacia la corrupción está siendo aprovechada por los autócratas del mundo para eliminar a sus rivales.

Vladimir Putin suele acusar de corruptos y encarcelar a quienes llegan a tener demasiada influencia. En China, desde que en 2012 Xi Jinping asumiera la presidencia, más de 201.000 funcionarios han sido llevados a juicio. Algunos han sido condenados a muerte. En una redada anticorrupción, el príncipe saudí Mohamed al Salman acaba de arrestar a más de 200 potentados, incluyendo a uno de los hombres más ricos del mundo, el príncipe Alwaleed bin Talal. Los gobiernos de Cuba, Irán y Venezuela regularmente usan las acusaciones de corrupción para encarcelar a sus opositores. Quizás entre los encarcelados por los dictadores haya corruptos. Pero las verdaderas razones de su detención seguramente tienen más que ver con su activismo político que con su presunta deshonestidad.

La lucha contra la corrupción no tiene por qué ser corrupta y, afortunadamente, están proliferando los esfuerzos honestos por disminuir esta plaga. En Argentina, Chile, Colombia, Perú y Uruguay, por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo está apoyando “laboratorios de innovación publica” que experimentan con nuevos métodos de monitoreo y control de la gestión del gobierno. En Brasil, un grupo de expertos en análisis de datos decidió usar las técnicas de inteligencia artificial para el control social de la administración pública. Llamaron su proyecto Operación Serenata de Amor y recaudaron pequeñas donaciones a través de Internet. Escogieron un caso muy concreto para probar sus teorías: ¿Cómo limitar el fraude en los reembolsos que piden los diputados para cubrir sus costos de transporte y alimentación cuando viajan por motivos de trabajo? Con estos fondos crearon a Rosie, un robot computacional que analiza las solicitudes de los parlamentarios para el reembolso de sus gastos y estima la probabilidad de que esas peticiones sean ilegales. Para sorpresa de nadie, Rosie detectó que, con frecuencia, los diputados solicitaban reembolsos injustificados. El equipo dotó a Rosie de su propia cuenta de Twitter y allí los seguidores se enteran instantáneamente de los intentos de sus parlamentarios de cargarle al Estado gastos que no tienen nada que ver con su gestión.

Rosie es un pequeño ejemplo que ilustra grandes y positivas tendencias en la lucha anticorrupción: la potencia de la sociedad civil organizada combinada con las oportunidades que ofrecen Internet y los nuevos avances en computación, así como la prioridad que hay que darle a la transparencia en la actividad gubernamental.

Sin duda, resulta fácil desdeñar a Rosie como un esfuerzo marginal que no le hace mella a la macrocorrupción. Así, mientras algunos diputados le cargaban sus gastos personales al Estado, la empresa brasileña Odebrecht pagaba 3.300 millones de dólares en sobornos por toda América. No obstante, conviene matizar el escepticismo. Marcelo Odebrecht, el jefe de la empresa, fue condenado a 19 años de cárcel. Y los diputados ahora se cuidan de no abusar con el reembolso de sus gastos.

Las cosas están cambiando.


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