Nicolas Cage se considera el Klaus Kinski de Los Ángeles. El estilo barroco del actor inspira memes y gif de las redes sociales. Los millenials crecieron con sus caricaturas y muecas grotescas.

En los noventa, Hollywood lo encumbró en los premios de la Academia, al concederle el Oscar por su interpretación de un alcohólico anónimo y desesperado en Leaving Las Vegas. Fue una de las cimas de su carrera.

Antes había hecho un puñado de títulos estimables: la sátira independiente de Arizona Baby, la road movie lynchiana de Corazón salvaje (Palma de Oro de Cannes), la melancólica Ley de la calle de su tío Francis Ford Coppola y la comedia romántica de Hechizo de luna, entre otras cintas notables.

Luego de recibir el galardón de la meca en 1995, la estrella del firmamento masculino se tomaría unas largas vacaciones en las costas del blockbuster, pero sin desatender las ofertas de proyectos más retadores.

Face Off brindaría una de sus performances desquiciadas e hilarantes al servicio del realizador John Woo. Mientras trabajaría para Joel Schumacher (8mm), Brian De Palma (Snake Eyes) y Martin Scorsese (Vidas al límite).

Adaptation volvería a llevarlo por la senda de las nominaciones y los consensos de la crítica. Recibió innumerables elogios y preseas por su doble caracterización en la pieza de Spike Jonze.

Desde entonces, un sector de la prensa especializada le soltaría la mano, identificándolo con propuestas menores, fallidas o insalvables.

La obligación de mantenerse activo, para pagar las cuentas, saturó a la audiencia con las imágenes estereotipadas y encasilladas del protagonista de La Roca.

En su rescate vinieron una serie de autores de culto, como él, quienes lograron encauzar su trayectoria en versiones de la incorrección política de nuestros tiempos (caso de Dog Eat Dog de Paul Schrader y Mal teniente de Werner Herzog).

Tras un par de años dando tumbos y pena ajena, los espectadores empezaban a olvidarlo y considerarlo un fantasma camp de un pasado diluido. Los videos de fans de Youtube parecían condenarlo a la hoguera de las figuras mediáticas quemadas.

Nadie contaba con su última resurrección. Primero sorprendió al personal del terror zombie con la distopía familiar de Mom and Dad, una joya del humor negro de la Norteamérica de los suburbios.

Segundo, estrenó en Sundance una obra maestra de la sensibilidad freak, Mandy, acaso una de las geniales extravagancias de un mundo liviano carente de singularidad.

El director Panos Cosmatos, hijo de gato caza ratón, consiguió la inspiración de su guion en las raíces experimentales del sexo, la droga y el rock and roll. Narra una historia sencilla de rapto, violación y masacre de una pobre mujer, a cargo de una secta de lunáticos hippies.

Se metieron con la chica equivocada, la pareja de nuestro antihéroe Nicolas Cage, de regreso consciente y maduro a su lugar de monstruo paródico.

Prepara su venganza con las armas del heavy metal, reseteando a la explotación de Rodríguez, Tarantino y Jodorowsky. Sostiene conversaciones kafkakianas en escenas de una potencia semiótica comparable a Terciopelo azul y Carretera perdida.

Enfrenta a unos villanos de delirio de ciencia ficción, a lo Mad Max en planos oscurísimos y lisérgicos. Consume sustancias y pócimas prohibidas, abriendo las compuertas de la percepción del público, en un guiño al concepto de autoría compartida. Rueda composiciones y encuadres brutales. En el clímax elabora una danza macabra, cargando una motosierra en plan Cara de Cuero (La matanza de Texas). Pelea espadas con la herramienta de cortar y rebanar cuerpos.

Mandy ennoblece el material del reciclaje, siendo empático con la víctima de la violencia. La joven sufre la barbarie de un grupo de desalmados. Símbolo de los radicalismos misóginos en el algoritmo de Trump y el Estado Islámico.

La acción negativa desencadena un espiral de emociones y respuestas brutales. Los extremos se tocan, aunque los separa un abismo.

Posiblemente, el filme exponga los actuales principios de la guerra y el crudo primitivismo de la especie. O de repente, la mujer suponga una alternativa en su pedestal romántico de princesa punk idealizada.

A su vez, la fotografía comprime el rugido de una furiosa reminiscencia expresionista y psicodélica, bajo la composición electrónica de Jóhann Jóhannsson (en uno de sus últimos trabajos).

Intertítulos y animaciones elevan el acabado plástico de la trágica expiación de un sujeto alucinado.

Mandy desata las pasiones de la era de la posverdad. Por ende, dialoga con la realidad y con las bellas artes de lo oculto. A la lista de 2018.


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