Hace unos meses los demócratas en Venezuela nos llenamos de esperanzas, creyendo ingenuamente que el cambio estaba a la vuelta de la esquina. Hoy se vive el estancamiento y la frustración. Los abstencionistas no proponen nada concreto, sueñan con el renacer de las protestas (que ahora sí generará el cambio) o con algún milagro de otro tipo. A su vez, los que votamos nos quedamos sin Unidad para ir atomizados a unas elecciones contra el Estado-partido.

En medio del peor de los ambientes, las presidenciales seguro las harán el 4 de febrero próximo para seguir con las mágicas efemérides. Pareciera que nadie sabe qué hacer, ni siquiera la dictadura, pues esta sigue con las mismas políticas que nos han llevado al desastre económico pero que mantienen las condiciones ideales de la corrupción. Paradójicamente, en medio de lo que se percibe como un caos, Venezuela posee la infraestructura institucional y física para su reconstrucción, pero para ello se necesitan personas que estén dispuestas a asumir el cambio.

Los miembros de la Fuerza Armada junto a la alta burocracia se van convirtiendo en una nueva casta. Umberto Eco la definió en su excelente ensayo sobre los rasgos del “fascismo eterno” como “la nueva élite”. Poseen todos los privilegios, destruyendo el principio de igualdad ante la ley que sostiene la actual Constitución y todas las anteriores a ella. Tienen el control del poder, de los alimentos y las divisas; y se pasean frente a los que no tenemos ni qué comer con sus lujos y escoltas. Me contaba hace poco un taxista que un día le hizo una carrera a unos oficiales de bajo rango hasta Fuerte Tiuna. Una vez que se bajaron le dijeron: “¡Arranca!”, pero el chofer indignado les pidió lo que habían acordado por su trabajo. Ni lo escucharon y pasaron a las amenazas. Se fue hasta la alcabala y le informó del abuso a otro oficial, y recibió las mismas respuestas y trato.

Los alrededores de las sedes de las instituciones deberían ser los espacios mejor cuidados, y más si corresponden al Estado. La razón es clara: si estas pretenden influir y guiar a la sociedad deben dar el ejemplo y demostrar su capacidad para que su “prestigio”, principios y normas –cual círculos que se expanden como una piedra arrojada al agua– afecten a lo que tengan más cerca. Así puede verse en muchos países que presumen de ser potencias mundiales e incluso en los que no lo son pero anhelan el bienestar de su pueblo. En nuestro país los edificios gubernamentales parecen castillos medievales, porque todo lo que está afuera de ellos es tierra de nadie. Con gran tristeza se puede ver como las calles que rodean una de las comandancias de nuestra Fuerza Armada en la ciudad capital se desbordan en basura, mendigos, huecos y aguas negras. ¿”País potencia”? ¿”Haciendo patria”? En medio de todo ello frente a dicho edificio se puede ver una banderita con el rostro del “gigante”.

La Venezuela del siglo XX tuvo varios aciertos y uno de ellos fue el proceso centralizador que desarrolló el Estado y la Fuerza Armada, y que junto a la renta petrolera nos permitió avanzar en el proceso de modernización. Pero lamentablemente hoy han desvirtuado sus funciones y han sido colonizadas por una oligarquía, que pretende conservar el poder con la lealtad electoral de los empleados públicos y los que están “paralizados” por el hambre. Y claro, la violencia y su amenaza. Si las mayorías no votan y no defienden su voluntad, y el sistema electoral no es transparente y limpio; es lógico que el voto de los grupos más cercanos al Estado se imponga.

La democracia en Venezuela contó en el pasado con el Estado y su Fuerza Armada para avanzar. Hoy ocurre lo contrario, se han convertido en un obstáculo. Pero no se puede tener libertad sin ambas instituciones. Es un dilema que debemos asumir. No tengo la respuesta de cómo lograrlo, pero sí la certeza de que esa manía “refundadora de la República” no es la solución. No estaremos partiendo de cero cuando nos decidamos una vez más a retomar el camino de la modernidad.


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