La creciente violencia en todos los órdenes de la sociedad y del mundo, la exaltación abierta de este mal hasta en los inocentes juegos infantiles y el predominio de dudosos valores sobre los tradicionales, nos hacen pensar que vamos rumbo a nuestra propia autodestrucción. Y esta realidad nos refiere a otra igualmente preocupante: el predominio del ego, la ausencia de solidaridad entre los hombres, la multiplicación de las tensiones y conflictos, la carencia de manifestaciones nobles del ser humano y algo que es inaudito: la incitación a la violencia y al odio de Nicolás Maduro, quien está llamado a predicar con el buen ejemplo de jefe del Estado si se precia de ser tal. Mal ejemplo que sus colaboradores del gabinete siguen al pie de la letra, para agredir verbalmente a quienes considera sus enemigos políticos, exponiéndolos al escarnio y burla.

Tras estos signos de decadencia espiritual y de conductas exclusivistas y mezquinas, se halla un asunto que genera y desplaza la unión en las sociedades contemporáneas: la competitividad agresiva o la competencia sin límites. Esa nueva fuerza que prevalece sobre otros valores, esa cultura política individualista que lleva los dinamismos de la emulación al extremo, pues nadie acepta perder ni ser agredido por otro, pues lucha defendiéndose y atacando. Esa competitividad que ha irrumpido en todos los espacios: las naciones, las regiones, los centros de educación e investigación, los deportes, las religiones, las familias. Ese gusanito que se presenta como motor secreto de todo el sistema de producción y consumo y que favorece la idea de que para ser eficaz hay que ser agresivo, tal como lo pregonan voceros del oficialismo.

En este fenómeno parece operar el darwinismo social: selecciona a los más fuertes para dinamizar las relaciones humanas y torna a los más débiles en peso muerto, que son sometidos o eliminados. Triunfa el que logra atraer más y ofrecer mejores ventajas. No debe entonces sorprendernos que todo pasa a ser oportunidad de ganancias y se transforma en mercancía que emula la calidad de las demás. Los espacios sociales y personales que tienen valor y no tienen precio, como la cooperación, la gratitud, la amistad, el amor, la devoción, la compasión, que se esfuman cada vez más, vencidos por el juego de los intereses, arrastrándonos peligrosamente para volvernos más deshumanizados, y por último víctimas de nuestra propia conciencia.

Luego del derrocamiento del socialismo real, esa especie de homogenización capitalista que han sufrido las sociedades de hoy, las preocupaciones y afanes por la competencia se han llevado a los extremos. Los conflictos y antagonismos han recrudecido tanto que la voluntad de hacer guerra, martirizar al enemigo e imponer esquemas no escatima ningún medio para triunfar sobre los demás. Una demostración palpable como lo que venimos observando desde hace tiempo en nuestro país, a consecuencia de la vorágine depredadora populista y demagógica, que viene imponiendo el socialismo marxista y mal llamado bolivariano, en su afán de perpetuarse en el poder. Así lo expone Diosdado Cabello, presidente de la ilícita asamblea nacional constituyente y segundo hombre a bordo en el PSUV, en su bodrio televisivo con el garrote en la mano, con ácido lenguaje guerrerista en procura de ganar adeptos, pero desestimando las necesidades y urgencias que vive el país por la improvisación, ineptitud, negligencia e incapacidad del régimen, que nada le importa la crítica situación económica, política y social que devora las entrañas del cuerpo de la nación y de quienes en ella habitamos.

Tarea deshumanizadora que ha encontrado una oposición, que a la vista de propios y extraños ha resultado blandengue y poco efectiva a la hora de tomar decisiones que enfrenten a la inercia del régimen y a la voracidad de quienes ejercen el poder, olvidando el rescate de los valores más intrínsecos que requiere la convivencia, la paz, la tranquilidad, la armonía, que permitan impulsar el gran salto de la animalidad a la humanidad, propugnando principios solidarios para retornar a los valores de antaño, desarmar el odio y darle rostro humano y civilizado a la familia venezolana anhelante de que se consolide el sosiego y retorne de una vez por todas la tan ansiada democracia y la civilidad de antaño.

Para alcanzar estos propósitos, seguros estamos de que existe la voluntad de millones de venezolanos y venezolanas, que sin los silogismos ambivalentes están dispuestos a ofrecer lo mejor de sí mismo, para dar al traste con la ilusión de quienes persiguen y anhelan perpetuarse en el poder. Se trata de acabar con la terrible pesadilla que ha obligado a hombres, mujeres y niños a buscar fuera de las fronteras patrias seguridad, mejor calidad de vida y un risueño porvenir, claro está con la fe y el optimismo de un pronto retorno a la patria que los vio nacer.

Una de las condiciones importantes para la sostenibilidad de la paz es el establecimiento paralelo de procesos de democratización que favorezcan el acceso al poder por la vía de los votos y no de las balas. Joseph Schumpeter, Schmitter y Karl definen la democracia como el arreglo institucional para llegar a decisiones políticas en las cuales los individuos adquieren el poder de decidir por la vía de una lucha competitiva por el voto popular. En otras palabras, la democracia es un «sistema institucional» concebido para llegar a la toma de decisiones políticas, en el que los individuos solo pueden adquirir el poder de tomar tales decisiones por medio del voto del pueblo. Esta noción enfatiza el factor procedimental de la elección de los representantes como la fuente de la legitimidad del poder político de los mismos y, por ende, como núcleo básico del concepto de democracia.

@_toquedediana // [email protected]


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